Imaginemos la siguiente escena, una escena que de hecho nos podríamos encontrar en la vida real: un infante, de unos cuatro o cinco años, que le tiene miedo a los perros. Justamente, mientras juega en el parque ve que se le acerca un perro corriendo. El niño no se mueve de su sitio: apenas cierra sus ojos y posa sus manos sobre ellos. Viendo la situación a distancia, podemos concluir que la actitud del menor es poco racional: si el can no representaba un peligro, no había necesidad de gastar energía espantándose; si lo representaba, era inútil cubrirse los ojos. El peligro frente a nosotros no va a desaparecer porque dejemos de percibirlo, podemos pensar. Aun así, ¿no nos señala el ejemplo del infante algo importante sobre la naturaleza humana? En numerosas situaciones bien podemos ser como ese pequeño: esperamos obtener cierto consuelo —o cuando menos cierto alivio— de no ver, de hacer de cuenta que el peligro no está ahí realmente. Y a pesar de que tras un sencillo análisis es fácil concluir que tal actitud resultaría irracional, no es raro que el temor nos tiente a eclipsar nuestro juicio.
Es fácil saltar a concluir que si el problema es de la voluntad, entonces deberíamos poder actuar diferente si tan solo escuchamos “la voz de la razón”. Como Kant diría en su célebre “Respuesta a la pregunta: ¿qué es la Ilustración?”, permanecemos en la minoría de edad porque no tenemos el valor de servirnos de nuestro propio entendimiento. A raíz del miedo o la pereza, decidimos encomendar la guía de nuestras vidas a otras personas y nos atenemos a prejuicios no examinados. Como resultado, acabamos actuando irracionalmente. Si analizamos el ejemplo del infante desde esta óptica, es fácil concluir que salir del marasmo es cuestión de ponerle ganas y, por tanto, si no lo hacemos es “nuestra culpa”. En últimas, sería una cuestión moral. Sin embargo, ¿no será que al pensar de esta manera subestimamos el poder del temor?
Constatamos fácilmente que en la vida adulta se sigue manifestado esta tentación de “cerrar los ojos al peligro”. No sin razón aún nos hallamos, por ejemplo, con negacionistas del cambio climático o de la covid-19. A un nivel más individual, la psicología ha descrito numerosos casos del mecanismo de defensa conocido como negación: ante una experiencia abrumadoramente trágica (como la muerte de un ser querido, una dolorosa traición o la súbita quiebra de su negocio de toda la vida), la persona experimenta una fuerte sensación de que no puede realmente estar pasando, de que no puede ser verdad, a pesar del claro peso de la evidencia.
Ojo: esto puede pasarle a personas mentalmente sanas. Ante un peligro que parece amenazar con perturbar radicalmente el orden del mundo como lo conocemos, sacudir los fundamentos sobre los cuales se asientan nuestras vidas, remover el suelo bajo nuestros pies, se presenta la poderosísima tentación de negar la realidad. Taparse los ojos. ¿No seguimos, pues, siendo como ese niño, presos de temores impermeables a la crítica racional? Sobre todo ante las situaciones que nos hacen perder los parámetros que le dan sentido a las cosas y a nuestra propia vida, el temor nos desborda fácilmente. Así las cosas, podemos conceder que la ignorancia puede tener carga moral: podemos decidir ignorar. Ahora bien, el examen de los motivos para querer ignorar nos proyecta más allá de la moral. Si el precio de querer saber la realidad (por dolorosa que sea) es perder los parámetros que le dan sentido a las cosas y a la propia vida, el sujeto en tanto sujeto moral se ve incapaz de decidir: ¿desde dónde puede tomar decisiones, si carece de parámetros sólidos, o estos se ven envueltos por la bruma de la duda? Es aquí donde la tentación de “cerrar los ojos” no puede resolverse simplemente con la apelación a la voluntad moral.
El anterior ejercicio resulta interesante para la comprensión de otra forma en la que la ignorancia se manifiesta. En este caso podemos ver un carácter extramoral de ciertas situaciones —como el temor a saber. Con esto nos referimos a que el agente moral necesita —para poder “funcionar— tener una noción de de un sentido de las cosas y de sí mismo; por eso cuando lo que se pone en riesgo es el sentido (de las cosas y de sí mismo), no basta la apelación a la moral para instar al individuo a atreverse a saber. El individuo necesita recuperar su sentido. Este ejercicio resulta enriquecedor cuando vemos las motivaciones por las que ignoramos situaciones tan cotidianas y a las que tenemos acceso diariamente de una manera involuntaria.
¿Cómo referenciar?
Barbosa Cepeda, Carlos & Orozco M., Nicolás. “Agnotología y motivación” Revista Horizonte Independiente (columna filosófica). Ed. Brayan D. Solarte. 05 oct. 2022. Web. FECHA DE ACCESO.
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