Libertad bajo palabras: yo los declaro amigos, hasta que la muerte o el Leger los separe

Si esto es un hombre

Los que vivís seguros
En vuestras casas caldeadas
Los que os encontráis, al volver por la tarde,
La comida caliente y los rostros amigos: 

Considerad si es un hombre
Quien trabaja en el fango
Quien no conoce la paz
Quien lucha por la mitad de un panecillo
Quien muere por un sí o por un no.
Considerad si es una mujer
Quien no tiene cabellos ni nombre
Ni fuerzas para recordarlo
Vacía la mirada y el frío regazo
Como una rana invernal. 

Pensad que esto ha sucedido:
Os encomiendo estas palabras.
Grabadlas en nuestros corazones
Al estar en casa, al ir por la calle,
Al acostaros, al levantaros;
Repetídselas a vuestros hijos.
O que vuestra casa se derrumbe,
La enfermedad os imposibilite,
Vuestros descendientes os vuelvan el rostro.

 Primo Levi.

Ya es hora, ya es hora. Traigan de una buena vez el cofre, no sé porque lo demoran tanto, ni que en verdad fuera el mismísimo Alberto. Cuánto hubiera querido yo que él tuviese un buen lecho de muerte y no simplemente ser un cuerpo más apilado sobre una gran montaña. Pero lastimosamente no fue así, ni siquiera nos pudimos despedir, simplemente lo vi antes de que me internaran de nuevo en el hospital, me tomó la mano y me dijo que ya nos veíamos, que me esperaba pronto, y que lo disfrutara. Pero cuando regresé ya era muy tarde, él ya no estaba, ya se había ido lejos de aquí, o mejor, lejos de aquel Lager, su gran enemigo, que opuesto a lo que él pensaba, terminó por derrotarlo. Tiempo después llegarían los rusos, pero ya demasiado tarde para él.

Buenos días a los que vinieron, buenos días a los que sobrevivieron, pero, sobre todo, buenos días a los que no nos conocieron. Mi nombre es Primo Levi, uno de los pocos sobrevivientes de Auschwitz y del genocidio nazi. ¿Alguna vez se han preguntado qué se necesita para ser libre? Unos dirán que poder pensar, otros que poder actuar, muchos creerán que no se puede ser libre de ninguna forma y otros creerán que la libertad es a medias, pero yo les contaré en este día de entierro y de luto la historia de alguien que vivió una libertad de la mejor forma que se puede vivir, una libertad bajo palabras y pensamientos, una libertad desde el encierro, una libertad de un sujeto que aun estando preso vivió como un hombre libre.

“Todo el mundo descubre, tarde o temprano, que la felicidad perfecta no es posible, pero pocos hay que se detengan en la consideración opuesta de que lo mismo ocurre con la infelicidad perfecta […]. Pocos son los hombres que saben caminar a la muerte con dignidad, y muchas veces no aquellos de quienes lo esperaríamos. Pocos son los que saben callar y respetar el silencio ajeno” (Levi 2006, 36-37) Uno de estos hombres era Alberto.

Alberto era mi mejor amigo, un hombre de 22 años, a quien aún hoy considero mi mejor amigo, pues nadie podría sentir y entender tanto mi dolor como él lo hizo. Fue uno de los pocos prisioneros italianos del Lager que se logró adaptar rápidamente e incluso asumió como lema suyo lo que nos dijeron los alemanes el día que nos bajamos del ferrocarril que nos llevó hasta el Campo, “Arbeit macht Frei”, el trabajo nos hace libres. Su buen ánimo y ganas de vivir lo mantuvieron aferrado a este mundo, que ya ni siquiera era el mismo que había conocido, y aunque él nunca salió nuevamente del Campo, siempre soñó con el día que lo volvería a hacer.

Él siempre pensó que la mejor forma de ganar la batalla contra el Lager era no dejar nunca de soñar con estar afuera, sin importar lo que nos dijeran o lo que nos hicieran, siempre debíamos resistir, aún con el miedo de que los rumores fueran ciertos, y que lo que se dice de que la única forma de salir de aquí es por la chimenea resultara ser una cruel verdad. Así pues, debíamos simplemente no dejarnos morir, al menos no en voluntad, aun cuando ya no hubiese familias, ni nombres (somos números), ni ropas diferentes a este pijama, ni zapatos, ni comida distinta a este insípido y horrible potaje; finalmente, aun cuando no hubiese esperanza de vida, debíamos resistir; de hecho, aún mucho más que cuando todavía la había.

Recuerdo que un día mientras nos bañábamos me dijo:

Mira amigo Levi, aunque el Lager sea una gran máquina para convertir en animales, nosotros no debemos convertirnos en animales; que aun en este sitio se puede sobrevivir, para contarlo, para dar testimonio; y que para vivir es importante esforzarse por salvar al menos el esqueleto, el armazón, la forma de civilización. Que, aunque seamos esclavos sin derechos, denigrados y probablemente destinados a una muerte segura, debemos defender con todo vigor lo único que nos queda: la facultad de poder negarnos a dar nuestro consentimiento. Por consiguiente, debemos lavarnos la cara sin jabón, en el agua sucia, y secarnos con la chaqueta. Debemos dar betún a los zapatos no porque lo diga el reglamento sino por dignidad y por limpieza. Debemos andar derechos, sin arrastrar los zuecos, no ya en acatamiento de la disciplina prusiana sino para seguir vivos, para no empezar a morir. (Levi, 2006, 64)

Al principio de nuestra estadía en el Lager, la estrategia de resistirnos funcionó e incluso a veces lo tomamos con mucha calma y serenidad, esperando el día en que esta absurda guerra terminara y pudiéramos regresar a Italia y continuar nuestras vidas como si nada hubiese pasado. Sin embargo, con el pasar de los días, la voluntad ya iba dejando de existir, cada latido se convertía en un paso, en una contradicción que se reflejaba en los músculos hechos pedazos; los alemanes lo habían conseguido, nos habíamos convertido en una máquina gris que no piensa, que no quiere, que únicamente anda. Así comprendí que, como decía Eurípides, lo peor del mundo no es la muerte, lo peor es desearla y ni siquiera poderla obtener dignamente. Aunque Alberto nos daba fuerzas había días que las rutinas nos cansaban demasiado e incluso una gran mayoría perdía la esperanza hasta llegar muerte, simplemente se dejaban existir, sólo eran. Nuestras vidas se convirtieron en una constante agonía: salir y entrar; trabajar, dormir y comer; ponerse enfermo, curarse o morir; y así el ciclo se repetía, tal vez con diferentes personajes, pero siempre con el mismo resultado.

No obstante, ver a Alberto era algo reconfortante e incluso animante, pues como ya lo dije, en el Lager no existía persona alguna que tuviera una capacidad de adaptación como la suya, que en últimas le daba más fuerza. Él entró aquí con la cabeza en alto, vivió ileso e incorrupto y comprendió antes que muchos que esta vida es una guerra por la que había que luchar. Desde que entró su único enemigo fue la muerte y su único objetivo era no dejarse morir, sin importar lo que tuviese que hacer para conseguirlo, claro está, siempre y cuando estuviese a su alcance.

Alberto nunca perdió el tiempo de ninguna forma, ni en recriminaciones o quejas de sí mismo, ni mucho menos de los otros; desde el primer día bajó al campo de batalla y luchó por sí solo, pero no siempre para sí, sino también para los otros. Se mantuvo siempre con una sonrisa en el rostro, siempre buscó el sentido positivo de cualquier situación, incluso si parecía en muchas ocasiones no existir. Creo que la vida en el Lager no habría sido la misma sin él.

Siempre pensé que Alberto era un hombre excepcional y en los pocos espacios que me dieron para pensar analizaba el núcleo de su fortaleza, y aunque nunca lo comprendí del todo, creo que a él lo sostuvieron vivo su inteligencia y su instinto; porque con frecuencia razonaba con justeza, pero también con mucha frecuencia no razonaba y aun así era justo; pienso que sabía identificar cuando debía ser racional y cuando no, lo que lo mantuvo siempre bien en los momentos “alegres” y en los momentos duros lo mantuvo tan distante, tanto así, que los trabajos forzados y los golpes que le propinaban los de la SS[1] o los Kapos[2] del Block ni los sentía en el momento, sólo tiempo después cuando su ánimo lo reconfortaba y sus ilusiones surgían de nuevo se decidía a afrontarlos con un buen rostro y un poco de resignación.

Él entendía todo a vuelo de pájaro; no sabía fuera del italiano sino un poco de francés, y sin embargo, entendía todo lo que le decían los alemanes y los polacos; sus ganas de salir a adelante lo hacían querer aprender lo que fuera necesario para sobrevivir. Siempre contestaba en italiano, pero con señas y gestos lo hacía entender y hasta resultaba un tanto simpático y gracioso. Él luchó por su vida y aun así no hizo nada que afectara a otro, por el contrario, siempre tuvo muchos amigos. Él sabía a quién corromper y a quién era necesario evitar para no tener problemas, igualmente sabía a quién ayudar y a quién debía resistir, lo cual siempre lo hizo hacer lo correcto, si es que se puede dar ese apelativo dentro del Lager.

Definitivamente, creo que Alberto no era un hombre de este mundo; disfrutaba cada día como si fuera el último, pero nunca pensaba que fuera a ser el último. Para él, el Lager, e incluso su estadía en Auschwitz, no fueron más que un aprendizaje para sí mismo de lo que se puede lograr en momentos en los que otros optarían por rendirse y dejarse morir. Su vida se convirtió en un gran reto y en su tesoro, su objetivo era salvarse y aun cuando nosotros somos los esclavos de los esclavos a quienes todos pueden mandar, él nunca se sintió menos que nadie, por el contrario, los miraba como iguales, simplemente con el respeto que siente un hombre frente a otro, aun cuando el no fuese mirado así. En la fábrica del campo entregó todo de sí como si realmente le pagaran por eso, y cuando alguien le preguntaba por qué lo hacía, él respondía: sólo mientras seas útil y necesario y tus fuerzas sean indispensables para el funcionamiento del sistema, sobrevivirás. Así yo comprendí que él tomaba su trabajo como un empleo y su vida como el salario bien remunerado por el buen desempeño que tenía a nivel laboral.

El hambre nunca fue un problema para él. Yo siempre le decía que era imposible no tener hambre, incluso le argumentaba que el Lager era el hambre y que nosotros éramos el Lager y que por lo tanto éramos el hambre, un hambre viviente. Me miraba de arriba abajo y con cara seria me decía, aun estás muy gordo para morir, y después se echaba a reír. Él sabía que la comida era el elemento más sagrado para un prisionero e incluso para él mismo, pues ésta no sólo era lo que nos mantenía vivos físicamente, también era el elemento mercantil del Lager. Quien necesitaba una chaqueta o un pantalón, zuecos, cubiertos, etc., sabía que debía negociar con su comida que era lo único que poseía; por ejemplo, un cigarrillo costaba media ración de pan, una chaqueta una ración completa, y el que más ofrecía, ofrecía dos raciones, y eso exponiéndose a enfermarse y posiblemente a morir.

Si por casualidad alguien poseía implantes dentales de oro, podía llegar a cotizarlos hasta por diez o quince raciones de pan, no obstante, debía hacerlo con los habitantes del pueblo en donde se hallaba el Lager, pues eran los únicos que podían negociar con oro dado que dentro del campo el oro tenía tanto valor como lo podía tener cualquier roca en el suelo. Empero, hacer estas negociaciones suponía un riesgo muy alto, pues donde los SS se dieran cuenta podían darle una gran golpiza e incluso matarlo, de presentárseles la ocasión.

Una tarde mientras trabajábamos descargando un cargamento que había llegado en la madrugada mientras dormíamos me dijo: oye Primo, sabes una cosa, tienes razón, la comida es algo fundamental para sobrevivir aquí en el Lager, y aunque no lo quiera reconocer, debo aceptar que hasta yo siento hambre y sin mis raciones miserables diarias no podría vivir. Por un segundo pensé que yo había logrado afectar a Alberto con mis comentarios y que por primera vez me había dado la razón.

No obstante, prosiguió diciéndome, si tú me preguntas qué pienso de todo esto que gira en torno de la comida te diría que lo mejor es resignarse y valorar lo poco que tenemos; por un instante no comprendí lo que decía y pensé que él estaba empezando a desvariar, pues el Alberto que yo conocía no era para nada un conformista; pero inmediatamente me explicó, me hizo entender que tener hambre era algo natural en un prisionero, pero que no hay que perder la cabeza por un poco de pan, es decir, no hay que dejarse dominar por el hambre. Si bien no la podemos dominar, el dejarnos controlar por ella nos lleva a la locura e incluso a hacer cosas que no se deben, como por ejemplo perder lo único que uno realmente tiene que es la vida por poder saciar por unos segundos las necesidades inmediatas, como el hambre, el frio o incluso hasta un cigarrillo.

De esta forma terminó de hablar con estas palabras: Mire Señor Levi, si para poder comer es preciso que yo sacrifique lo más valioso que tengo, prefiero optar por quedarme con mi vida un poco más hasta que ya no me queden alientos de vivir, y no, por el contrario, perderla en un segundo por un poco de alientos; pues siempre quedará la esperanza de que al final de tu vida alguien te ayude, y no que al final de tu desesperación te dejes ayudar, pues la angustia sólo trae angustia, y con ella consecuencias, que había que asumir más temprano que tarde. Ese día entendí que el hambre de Alberto era simplemente eso, hambre, mientras que la de muchos era nuestra vida entera. Y lo que para muchos en nuestras condiciones era imposible, para él simplemente era posible, pues como él mismo pensaba, ser feliz con lo poco que tienes es el reflejo de que valoras tu vida.

Aquella tarde, Alberto y el señor Templer, el organizador de nuestro Block, se alejaron un poco del lugar de trabajo, se dieron una vuelta y regresaron. Al llegar el Kapo los golpeó, no obstante, era tanta su alegría que ni les importó, pues de inmediato le dijeron lo que habían hallado abandonado. El Kapo, siendo también un hambriento más les pregunto qué era eso tan valioso que habían encontrado, suponiendo que era algo de comer. Alberto tomó la palabra y dijo, encontramos cincuenta litros de potaje abandonado. El Kapo dio la orden de traerlo y ahí se dividió, nosotros éramos quince, nos tocaba de a 3 litros por cada uno y 5 para Templer quien lo había hallado; uno se nos daría por la mañana y los otros dos por la tarde. Aquel día se nos pasó en un instante, todo parecía ligero. Hoy fue un buen día, pensábamos.

Al terminar la jornada, nos fueron entregados nuestros dos litros restantes, a Alberto y a Templer les repartieron primero, después el Kapo y así hasta que todos tuvimos nuestra parte. Ese día por primera vez en el tiempo que llevábamos allí estábamos satisfechos, con la panza llena, ni siquiera el Kapo tenía ganas de reprocharnos algo. Ese día fuimos capaces de pensar en nuestras madres, nuestras esposas, lo que no sucedía con frecuencia para evitar deprimirnos; así pues, durante unas horas pudimos ser infelices a la manera de los hombres libres.

Después de aquel día, nuestros días comenzaron a mejorar, la guerra comenzaba a llegar a su final y con ella nuestro trabajo disminuía, al igual que la tasa de mortalidad. Tiempo después se realizó un examen para entrar a trabajar en los laboratorios de la fábrica. El examen era de química, y tan pronto Alberto y yo escuchamos esto supimos que era nuestra oportunidad perfecta para poder seguir prolongando nuestras vidas. Así que le sugerimos a nuestro Kapo que nos permitiera presentarlo. Nosotros sabíamos que esos puestos eran nuestros, pues allá en Italia antes de llegar al Lager trabajábamos como químicos en una empresa distribuidora de medicamentos. Aquel día Alberto fue el primero en entrar y como ya a estas alturas dominaba fluidamente el alemán, el francés y el gidis (lengua polaca), se hizo comprender a las mil maravillas por el profesor que lo entrevistó. Después ingresé yo, y aun cuando fue un poco complicado hacerme entender, los resultados de mis exámenes lograron asegurarme un lugar en aquella fábrica.

Tras la entrada al laboratorio, nuestra vida mejoró notablemente, pues ya no teníamos el desgaste físico de antes y aunque la comida era la misma, el gasto de energía era inferior, lo que hacía que nosotros tuviéramos mucha más posibilidad de salvación que muchos otros en el Lager que aún se encontraban trabajando de sol a sol en la Buna (Fabrica de goma, de donde nunca salió un solo litro de ésta). Alberto por su parte se adaptaba rápidamente a las labores que le tocaban e incluso trataba de dar más de lo que podía con el fin de nunca perder esa oportunidad que le habían brindado; pronto se convirtió en una pieza clave de aquel laboratorio e incluso fue ascendiendo en cuanto a labores de gran importancia se refería. Los demás lo admirábamos mucho, pues a su corta edad era un hombre de mucho empuje, a quien lo único que le importaba era sobrevivir por la ilusión de recuperar su vida perdida y poder volver a ver a su familia, su esposa y su hija.

Alberto sin darse cuenta estaba viviendo en libertad, en una libertad bajo sus sueños y sus palabras. Él era un hombre libre en condiciones de preso, pues a pesar de estar limitado físicamente para salir, su mente estaba mucho más allá del Lager y su esperanza permanecía intacta, como desde el primer día aquí. Los alemanes habían logrado doblegar su cuerpo, pero no su espíritu y su voluntad. Alberto había jugado del lado de ellos, pero contra ellos, porque siempre hizo más de lo que se le pidió, pero porque quería y no porque lo obligaban.

Su juego era ese ser libre aun cuando todo fuera guiado para ser dominado, pues él mismo lo decía: nunca podrán dominar tus ganas de vivir, y aun cuando estés muriendo podrás ser libre de pensar de qué forma viviste tu vida y qué tanto hiciste lo que quisiste en la medida en que lo pudiste hacer, pues la libertad no consiste en hacer lo que se quiere, sino en hacer lo que me he proyectado hacer, en la medida en que mis posibilidades me lo permiten, pues como diría Sartre, estamos condenados a ser libres, libres hasta de no querer serlo. De esta forma, Alberto hasta el último día fue libre en la medida en que le fue posible.

Tiempo después de haber entrado a trabajar en el laboratorio se presentó una oleada de enfermedades en el Lager que muchos no resistieron, yo fui uno de los que primero cayó en cama e incluso llegué al borde de la muerte, Alberto fue de los pocos que resistió; bueno, no del todo, pues como dije al principio, la última vez que lo vi fue antes de que me hospitalizaran y cuando salí de allí, mi amigo, mi único verdadero amigo, se había ido para siempre y nunca pude decirle gracias; gracias por tu apoyo y por tu resistencia colectiva, sin ti no lo habría logrado, no estaría aquí en tu solitario homenaje, en tu deceso simbólico. Espero que en donde te encuentres sigas siendo feliz, y por supuesto libre, pues de nada estoy más seguro que de tu preparación para la muerte. Adiós amigo, adiós hermano, adiós colega, preso y hasta coterráneo, adiós judío, adiós italiano, pero sobre todo adiós HUMANO, que descanse en paz mi amigo Alberto.

 

Pies de página:

[1] Los SS se les llamaba a los guardias alemanes del Lager.

[2] Los Kapos, son presos usualmente alemanes, encargados de cuidar y mantener organizados a cada uno de los Blocks, es decir, a cada escuadrón de presos judíos.

¿Cómo referenciar?
Neusa Romero, Leonardo. “Libertad bajo palabras: yo los declaro amigos, hasta que la muerte o el Leger los separe” Revista Horizonte Independiente (columna literaria). Ed. Nicolás Orozco M., 26 may. 2021. Web. FECHA DE ACCESO. 

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