Llegué a casa y coloqué mi portafolio en la mesa del comedor. Vi a Falco jugar de nuevo con ese objeto, ¿por qué le gustaba tanto? Ese objeto encontrado era como una llave que no abriría alguna cerradura o candado. Era mitad espada, mitad reliquia, mitad utilería, mitad óxido. La posaba siempre en la mano tiesa de un robot mitad soldado, mitad astronauta, mitad Power Ranger, mitad… no entiendo nada de estos juguetes de ahora.
Trabajaba como abogado en un caso de un joven acusado por realizar un grafiti en una casa de patrimonio. En esta se decretó, hace tantos años, un acuerdo para subir los impuestos un 3% —esto para financiar las modificaciones a un terreno cerca de una montaña en el que se situaba un barrio de invasión alrededor. Aparte de que las casas peligraban por un derrumbe, los propietarios no poseían escrituras ni los documentos legales necesarios, esas casas no eran de ellos a los ojos de la ley; es un terreno a disposición de quien quiera usarlo. Estaban ajenas del derecho.
Según este hombre, mi defendido, no se justificaba que la ley aún perdurara. Que la casa ya generó mucho daño con lo que se ha hecho adentro, que había que cambiarle su simbolismo, su aura, y retirarle todos esos fantasmas que se veían desde la fachada, el de los fundadores, el de los recaudadores que quitaban el dinero a diestra y siniestra y aquellas miradas en la verja de mil setecientos o antes que recuerdan la conquista y demás. Que a esa casa había que darle una utilidad y retirarle esos anuncios en piedra que decían: “aquí ocurrió tal”, “aquí sutanito firmó”, “aquí se conmemora esto y no sé qué”. No sabía cómo defenderlo, el gobierno quería proteger la propiedad y mantenerla igual, para la memoria, para la evidencia de sucesos históricos. Hasta a mí me parecía extraño no hacer algo con la casa. Existían otras sedes más importantes ya protegidas. Al menos en su interior darle otro uso a esta casa, se podría ceder un poco y así ahorrar recursos que serían destinados a otros lados.
Tras dos días de pensar en el tema, en la propuesta de defensa, tuve que llamar a un amigo jurista. Nos citamos en un café a las cuatro. Hacía frío, sentía que hasta el paño tiritaba y se encogía. Sentados en la mesa con su pastel gloria en mano, me dijo: “no se puede dejar que se contagie el lugar en el que se ha hecho historia, testigo de una tradición social y política, del progreso de la nación… mientras caía una gota de bocadillo por su boca”. Le pregunté: “¿qué pasaría, hipotéticamente, si se dejara ganar a la mancha, a la anomalía, si mi cliente sale victorioso?”. Se sorprendió: “pues no lo sabes, habrá un detrimento, una oportunidad para el vandalismo surgente. Rayarán todo lo que puedan, será una excusa para dañar lo eterno e inmortal en esa casa. ¿Acaso hay algo de esas características en esta tierra?”— contesté a mi amigo Alan. Enunció:
—Por eso conservar la propiedad, hay que intentar mantener esa separación entre lo que posee un sentido, razones inmateriales y materiales, con lo que parece vago, como esas líneas que son difíciles de asimilar, de entender. No solo es cuestión de conservación, había un simbolismo, una magia que se quería permaneciera intacta.
Me pareció que dejar que se contaminara ese lugar no es tan negativo. Se trataba solo de un rayón, ¿era “rebelde” por pensar esto, como mi acusado?, ¿en cambiar el uso del predio? Alan preguntó sobre Falco y la familia, en eso no tuvimos debate. Le pregunté por su hija mientras esperábamos a que se calmara la lluvia, a que se enfriara un poco la bebida, a que se calentara la silla. Me dijo que hace poco había resuelto un caso en el que se solicitaba la custodia de un perro, que es mío, que no vieja mamona, que yo lo encontré, le compré, lo cuidé. Y el otro, que yo lo quise, que lo llevé al veterinario, que entonces qué se hacía. Alan riéndose dijo, lo trataban como si fuese un algo ahí, una cosa apropiable. Salí del café sin respuestas y a comprar otro juguete mitad superhéroe para Falco por su cumpleaños.
Según conocía le agradaba esa serie de vaqueros con motos, sí, vaqueros con motos. En aquella, cada nueva temporada aparecía un personaje nuevo para emitir un juguete nuevo, una publicidad nueva, un cinturón nuevo, un arma con más poder, un traje más ceñido, un casco más de moda, una moto más cool con colores más rudos, un látigo más fuerte, más elástico, un incesante conjunto de mercancías y demás. ¿Cómo no se cansan? Y luego tendría que comprarle el siguiente porque no estaría satisfecho, porque ya no estaría actualizado. Después le pasaría la fiebre por la serie y luego iría a la de karatecas con puñales, luego a la de enmascarados con gadgets, otra otra y otra. Con el pasar de un tiempo, sus intereses lo llevarían a adscribirse, comprar o buscar otras cosas, a emplear sus sentidos y razón a variada materia, sonido o imagen hasta agotarla sin saber si la aprovechó del todo, si satisfizo la falta, la carencia, el hueco en lo profundo de su soledad, de sus ropas, de sus mocos. Sin poder llenarse o redimirse. Como todos, supongo, vivir teniendo a ratos, engañándonos de que poseemos algo, ni nuestros cuerpos. Esto me recuerda la historia de Elvin quien, cuando estaba en plena euforia y punto culmen del discurso contra el fiscal, se echó un pedo que dejo atónitos a todos en la sala. Por unos segundos reemplazó el mazo del juez. Si es su cuerpo, ¿por qué este le traicionó en ese lugar, en ese momento?, ¿por qué no pudo ser después el pedo?
Llegué a ese centro comercial atiborrado de cerramientos, de luces, de chécheres mitad baratos, mitad caros. De entre todos los locales de cinco metros por tres alrededor de una plaza, llamó mi atención la vitrina de uno en el que estaban demasiadas figuras coleccionables expuestas como en un museo. Con curaduría, el orden iba del empaque y figura más alta a la más baja, de la serie de esos guerreros a la de las heroínas de colores en tonos claros que dicen “pam parapa super pawa”, o algo así, hasta la del protagonista de esa serie olvidada de bomberos con armas. En medio de otros personajes se sitúa una figura imponente de una mujer. En el fondo, los accesorios: carteras, vestidos, zapatos y collares. Con esa disposición, precio y factura en el producto creo que nadie puede jugar con eso. Pregunté al vendedor: ¿cuál es la gracia de unos juguetes que no se deshacen por el uso? Contestó: “a los fans les gusta adquirir las figuras de los personajes de sus series favoritas, los emplean para exhibición, como prueba del apoyo a la serie y el gusto que le tienen. Es bonito mirarlas y darles la vuelta, mire, –se refirió al modelo a sus espaldas que había observado– esta es una edición limitada, si ve es hecha a mano de pies a cabeza. Con ropa cosida a la medida, el bordado es igual al del programa”. Sus ojos se llenaron de anhelo, poseía la emoción del momento, el porqué de ese gesto en el rostro de la muñeca. Él parecía estar en esa experiencia de entre estar con ella y a la vez no, de hablar con ella y a la vez no, de sentirla y a la vez no, de bailar con ella y a la vez no, de cenar con ella y a la vez no, en una expectativa inconstante y resbaladiza. Este tener era diferente, no para jugar, era la promesa de un sueño.
Hablé un poco más con él. Empecé a entender que en esa figura que imita la sinuosidad femenina, se encontraba algo inaprensible, valioso y más allá que el poseer, algo más allá de la materia. Estaba el liberar un deseo, el extasiarse y mantenerse perplejo; el desgastar una emoción y cuando vuelva a aparecer acudir de nuevo a la figura para saciarse. Un uso que implica imaginarse contenido en algo, perteneciente a algo. Un uso que es el detonador de un estado sin llegar a asirlo con las manos, una posesión que no deja poseerse. Parece que ella misma deja en vilo y se hace desear. Me despedí y fui por el regalo. En una tienda me ofrecían un personaje similar, pero Falco no perdonaría que no le llevase el que pidió, no es reemplazable. El vendedor decía: “al fin y al cabo, va a jugar a los golpes y a la guerra, ¿importa si es con un personaje o con otro?” Le dije que él notaría la diferencia. Al poco tiempo vi de reojo que pasaba la policía, giré la cabeza y centrándome en la situación, observé que llevaban una caja y detrás alguien decía fuertemente: “¡¿por qué estos juguetes no son permitidos?! ¡¿por ser más baratos?! ¡¿por poder alegrar a más niños?! Sirven para lo mismo ¿no?, el original y estos. Y si son de la misma calidad ¿qué hace a uno válido y al otro marginado?, ¿un papel?”. Se acumuló una multitud de vendedores cercanos, protestaban contra la policía. Pagué, llevé el juguete tal cual lo pidió Falco y me fui antes de que empezase una trifulca o algo parecido. Regresé a casa.
Al llegar, Falco de nuevo jugando con ese objeto. Le gustaba mucho, creo que le gustaba que fuese mitad todo, mitad nada para así pensar lo que quisiese sobre él. Ahora lo vi, también, con una carta. Cuando se levantó aproveché para tomarla sin que se diera cuenta. Era de Lala, enunciaba:
Hola, xspxro xstxs bixn. Tx xnviarx una sorprxsa puxs no puxdo ir a tu cumplxaños, lo sixnto. Xrxs al qux más lx gusta mi puño y lxtra y, con tanto tixmpo, todavía xstx juxgo. Quxría enviartx una postal pxro no había una que tx gustara. Tx la dxbo tambixn. Tx llamarx dxspuxs. Salúdamx a tu padrx. Chao.
Recuerdo la rara costumbre de Lala de escribirle como si hubiese erradicado una letra del abecedario. Mientras veía la carta, su decorado de dragones, guerreros con armaduras y espadas me recordó que de niño mi ilusión eran unas cartas de magos y criaturas fantásticas. Eran un llegar a tener algo más, un poder, una lanza, un escudo al lado de la lonchera de lata, un refugio para las tardes; un llegar a ser algo más, algo que nunca fue o ¿tal vez sí? Comenzaron a dilucidarse unas memorias, que pensaba ya inexistentes, al mirar a través del papel. Una de ellas, es cuando mi madre solía darme paletas de agua de limón y luego entrabamos apurados al auto mientras mi padre quería que lo mantuviésemos intacto, incorruptible. Ella decía: “está bien, el auto se puede limpiar o arreglar”. Con los dedos pegajosos el auto era “contaminado” de su estado, de su propósito, de su simbolismo. En ese entonces no pensaba en eso. Situé mis cosas en la mesa centro de la sala y me preparo un café, mitad amargo, mitad claro, mitad con burbujas, mitad para la tarde, mitad para la noche.
En el estudio, de nuevo le di vueltas al caso de aquel joven. Con el pocillo en mano vi la correspondencia, recibos por pagar y encuentro una postal de la obra Olympia de Édouard Manet que me envió Lala. Miro la pintura, los rostros, los cuerpos, el de aquella mujer recostada que me recuerda la figura coleccionable del centro comercial y una de sus cualidades: cerca pero inalcanzable. Respiro y no hallo solución. Doy vueltas por la habitación, por la sala, voy a la cocina y observo por la ventanita. Nada, no se me ocurre algo para el caso. Tomé mi abrigo y salí a la calle a caminar a que la brisa me despeine. Las calles de noche son distintas, los edificios cambian de rol, son mitad azules, mitad atrevidos, mitad escondidos. Son otros antes de que vuelva la madrugada, las pisadas masivas en la acera, el olor a humo. Caminaba por la calle empinada y llegué a la misma bifurcación. Accedo al otro camino, al más oscuro, el más estrecho, el de las enredaderas descontroladas, el que no tomo por costumbre.
Caminaba impregnado por la luz de los postes y por una sombra creciente en las paredes. Alcancé una intersección y estoy en un barrio desconocido con luces enceguecedoras y avisos parpadeantes. Es otro mundo. Recorro la calle, poco a poco ahora hay ruido, un ligero sonido de un golpeteo. Como cosas que se dilucidan después de limpiar un cristal, comienzo a ver personas afuera de las casas, de los establecimientos. Conversan con cerveza en mano, con otros licores que no reconozco, con la faz de la noche. El ruido acrece con mis pasos, ¿él me persigue o soy el perseguido? Curioseo, sigo algo que no comprendo.
Veo una casa colonial con un antepatio, columnas estrechas y puertas con forma de arco. Arriba, un aviso en piedra que dice: El Templo. Entro y encuentro la fuente del golpeteo, luces de neón y cuerpos como en un trampolín. Con visión intermitente voy a la barra y pido un trago de lo que fuese, de líquido transparente, o con amarillo, o con limón, o con naranjas con fresas. Me volteé y observé una fiesta extraña. Un grupo de jóvenes bailaba y se retaban con embudos a tomar bebidas de manera apresurada. Uno, dos, tres al centro y adentro, trague rápido hágale, hágale, mire que apostamos por usted, John; no nos vaya a defraudar —gritaba uno. Unas muchachas se reían, yo puedo hacerlo y sin desperdiciar ni una gota. En otra parte de mitad bar, mitad casa, mitad antro, mitad coworking, mitad rumbeadero, veía unos jóvenes cantándole a una rocola, a una cerveza, a la querida, a las barandas. Era una especie de karaoke improvisado con vaivén de manos. En un rincón, unos bailaban, comían dulces, se comían sus labios. Otros en las mesas hablaban de todo, de no sé, de se me escapa, pero intentemos, con cara de sí, claro o espere falta algo, a ese cuento le hace falta un pedazo. Pensé en el caso desde ese lugar para saber si las ideas prosperaban. Me concentré en el horizonte de los rostros, en esos que se veía beben por olvidar, por tratar de negar la realidad o cambiarla forzosamente; aquellos que beben por celebrar la ganancia, la derrota, el de pronto, que sé yo; a otros que beben sin razón aparente, tal vez por resolver una cuestión como la mía, o más difícil aun, del trabajo, de la vida.
Me quedo un rato. Se me pega el aroma del coctel, del perfume de la chica con abrigo raro del lado y de ese licor casero que hacían en el lavadero del siglo antepasado, usado ahora para reposar la bebida. Menos mal no era en la fuente que parecía ahora una atracción más. Pasó de ser el lugar que traía el descanso a una familia, a una señora que tal vez se sentaba en la banca a mirar pasar las tardes en la figura de piedra, a ser una parodia de sí misma donde quieren que caiga licor en vez de agua. Quieren dilapidarla, envolverla, abrazarla. Me levanté del asiento, atravesé los danzantes del lugar. De repente un hombre mitad joven, mitad borracho, mitad tambaleando, me agarra del hombro y me dice con voz mitad gruesa: diviértase que la experiencia no acaba y si se acaba… pues se vuelve y así repite hasta que se sacie y no quede nada… aún balbuceando se fue. Sentía una tranquilidad extraña, el lugar me distrajo de otras distracciones, del hastío en el día.
Viendo las calles, las luces, los mareados, decido llamar al cliente y avisar de la derrota que nos espera en los tribunales. ¿Aló?, soy el abogado Arrieta, lo llamo para… él interrumpe: encontró algo a mi favor ¿verdad? De hecho, voy a informar que… me paralicé y él interrumpe de nuevo: ¿qué? –permanecí en silencio– conteste abogado. Voy a salir a rayar, a grafitear algo con usted. Respondió: ¿qué? ¿es en serio? –susurró algo– pues no hay problema, pero ¿es en serio? Le dije: sí. Bueno, esta noche. Son las diez entonces a la media noche veámonos en la avenida cinco con cuarenta. Colgó.
Hace rato había dejado la casa, no sabía si Falco todavía dormía, si abrió el regalo antes de tiempo, si se regó la leche caliente en la camisa. Me apresuré a salir de las luces de neón contrastadas con la piedra de barro y la fuente antigua de la casa, a salir del piso contaminado de cables, los de los equipos del dj, los de los equipos de sonido, los de los reflectores. Mitad confundido, mitad decidido, todavía no sabía por qué dije eso y ya estaba yendo allí. Era lejos, ¿qué bus tomaría a esa hora? Fui a la estación abandonada por el viento y el silencio, acompañado por unos haces amarillos endebles y algunas personas que no se ven de día, que toman otro rol, son mutables. Me preocupé ¿Qué estaba haciendo yo, un respetado abogado, a altas horas de la noche? ja, ja, ja, ja. Estaba nervioso, pero sin duda para devolverme. Pasó un bus mitad fantasma, mitad colectivo, mitad lleno, lo tomé. En el bus dormí un poco, estaba con una atmosfera cómo ida. Me desperté cuando el bus me terminó de deshacer el nudo de la corbata. Todos alrededor me miraban como un raro, con cara de que qué hacía ahí, que ya estoy viejo, que se me caen las ojeras y el aliento. No sé cuánto bebí. Caminé mitad erguido por un barrio atiborrado de rejas, de casas. Llegué, mi cliente ya estaba presente sentado en el borde del andén. Nos vimos a la hora acordada, iba a pronunciar palabra, pero antes de eso me entregó un aerosol y me dijo: Si no se puede ganar el caso al menos terminemos el grafiti en esta casa. Me reí, sentí un leve salto en mi cuerpo, agrado y repulsión. Recibí rápido el aerosol y con cautela empezamos a cambiar esos muros. Él dijo: de todos modos, si no demuelen la casa habrá alguien que intervenga sobre estas líneas, y luego otro y otro, otro.
Paré en casa a las tres. Falco me despierta a las siete: ¡Pa!, ¡pa!, mira la sorpresa de Lala. Me colocó en el regazo un empaque, me cayó como una pesa. Le trajo una llave. Pero si esto yo ya lo había visto, dije. ¿Es nueva? Responde emocionado: ¡Sí!, es la que abre el portal a la dimensión donde Alkatros saca sus poderes… Mientras oía su voz yéndose por un tubo, me presioné las sienes para calmar un poco el malestar. Ahora había otro objeto encontrado, otra llave, una mitad vara, mitad palo, mitad bastón, mitad asta… ay no.
¿Cómo referenciar?
Delgado, Niño. “En medio” Revista Horizonte Independiente (Columna Literaria). Ed. Brayan D. Solarte, 17 mar. 2024. Web. FECHA DEACCESO.
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