L. Fritz 

Columnista RHI 

Vol. II Colección C:1 – C17 

El cómplice 

—Desde hoy vivirá del pueblo— le dije a Balto en nuestra despedida final mientras caminaba con una pila de ropa en sus manos hacia el otro lado de los barrotes. —Llevo un mes haciéndolo— me respondió.

El tipo siempre ha sido un enclenque, pero esa importuna fisionomía y excepcional torpeza era remediada con su agilidad mental, muy perspicaz, especialmente con los números. Tampoco es que fuera un genio ni que su habilidad descrestara al mundo, simplemente logró hacer su camino a partir de ello. Aunque sería injusto desvirtuar sus defectos, pues a fin de cuentas los defectos no son ajenos a la constitución de una identidad ni demeritan sino que participan de cada uno de nuestros logros. Así lo entendí cuando una vez que acepté el caso, hablé con quien no solo fue su jefe en el banco sino quien, por ocurrencias de la vida, lo entrevistó y contrató. Este honorable ciudadano con un tono inquieto en su voz y con el pulso algo alborotado, como intentando sacudir desesperadamente sus esporas de inocencia, me insistía que no le había dado el trabajo por algún tipo de aptitud sobresaliente sino que sencillamente cumplía con los requisitos y tenía una impericia corporal que le daba la impresión de alguien confiable, de que es alguien incapaz de perpetuar semejante desfalco al arca banquera.

A pesar de dichas palabras, me dejó claro que no podríamos contar con él para dar testimonio a favor de la inocencia de mi cliente. —Las cámaras lo pillaron, ni mi palabra ni la de nadie podría hacerle frente a ese video… es increíble, pero Balto… ¡Balto es un pillo, un hijoputa que nos ha timado a todos!— fueron sus palabras.

Si soy sincero, cuando lo vi por primera vez, luego de repasar el expediente y sus irrefutables pruebas, tuve una impresión similar. Pensaba que debía haber alguna explicación, un malentendido, algún traspié de este canijo. Tuve la sensación de que estaba frente a alguien inocente. Así lo creía y así lo sigo creyendo, solo que ahora sé que su inocencia es de otro orden al que suponía. Balto es un tipo paradójico, débil pero de enorme fortaleza, no habla mucho pero sus pocas palabras lo dicen todo, cabizbajo pero optimista, culpable pero inocente. Es el homónimo de un husky siberiano muy famoso con el que comparten esa cualidad del heroísmo oculto en el humo de su aparente inaptitud. Cuando de entrada me confesó su correspondencia con los cargos de complicidad que se le impugnaban sentí que el cuerpo se me estremeció, como si la contradicción entre mi presentimiento de su inocencia y la realidad de su confesión congelara mis entrañas y condensara mi aliento. Me recompuse como pude, manumiso de ese desbarajuste logré seguir la conversación con desparpajo desplegando conceptos jurídicos y rebuscando alguna excusa para no abandonar el caso y huir de una vez por todas de ese encuentro. Para colmo de tanta paradoja, en todo lo que dije no pude encontrar argumento alguno que me motivara a defender a ese rufián, no fue sino hasta cuando callé y escuché, que la luz del camino se encendió. Normalmente un tipo en su estado de captura y culpa sería presa del esplín, estaría hastiado del hedor con el que la muerte arropa las sombras en la cárcel y que ya en ese momento debía empezar a sentir. Empero, el hombre se sentía más vivo que nunca, decía con optimismo que si él pudo hacerlo entonces cualquiera puede y eso le encendía la llama de la vida y la esperanza.

Aunque su relato fue jurídicamente inútil, me resultó particularmente conmovedor, tanto así que decidí acompañarlo hasta el final y encontrar la mejor manera de presentar su caso para que la deliberación del jurado tuviera en cuenta al hombre que el video captura pero no muestra. Este tipo es de corazón grande, metafóricamente hablando. Entre el matoneo y rechazo vivido en sus años escolares había florecido misteriosamente un sentido humanitario y un raciocinio bondadoso, cuando a Gonzalo lo echaron del colegio por andar estafando a sus compañeros, Balto vivió unos días de amargura entre suspiros de tristeza y se negó a volver a esa institución, pues Gonzalo no solo era una de las pocas personas que lo trataban bien sino que le había contado lo que hacía con sus ganancias.

Al parecer, Gonzalo era el Robin Hood de su colegio y era una realidad amarga que la autoridad intercediera para perjudicar al menos favorecido y beneficiar a esa élite pudiente y matona. Más adelante durante su época universitaria tuvo la oportunidad de cruzárselo un par de veces y su modus operandi aunque no había cambiado, sí mejoraba. La primera vez Balto era espectador pasivo de una arremetida sin pudor de un sinvergüenza que no paraba con su lenguaje soez de acosar con preguntas y afirmaciones despectivas a una mujer que se había arriesgado a tomar sola un café entre clases. La escena no lo repugnaba tanto como la idea normalizada de que esa decisión de la mujer fuera un riesgo para ella. Se exaltó y derramó su capuchino sobre el plato del croissant, en ese momento su mente cambió de foco y cuando regresó a la escena vio como este encapuchado de ceja rota y ojos claros se acercó al abusivo que se inclinaba cada vez más cerca sobre la mujer y con brillante sagacidad logró enredar los abrigos y las pertenencias del susodicho y un indiferente cliente del café que ya se retiraba. Lo hizo de tal forma que estos hombres se increparon mutuamente mientras el encapuchado se retiraba no sin antes dejar un billete grande, que había sacado de la billetera del primer hombre, sobre la caja. La cajera, administradora y dueña del café tomaron inmediatamente acción frente al pleito de estos dos tipos y los sacó de su establecimiento sin darles oportunidad de nada, enseguida recibió el agradecimiento tímido de la mujer que estaba siendo vituperada y quien le contó a medias lo que estaba sucediendo antes del pleito, a lo que la dueña del lugar le respondió —tienes que hacerte valer mujer, me tenías a mí, te tenías a ti, espabila que ya no estamos para seguir ahogadas en la sumisión—. Balto, a unos metros de distancia, sonrió y se fue. Pocos días después salió con un grupo de su carrera a pasar un buen rato y distraerse un poco de la jornada académica. Fue en un baño raro de una discoteca muy extravagante que tuvo su segundo encuentro con Gonzalo. En aquel lugar extrañamente repleto de espejos pudo ser testigo de dos hombres enzarzados con un chico menudo al que patearon contra el orinal en el que meaba tranquilamente, entre golpes e insultos vio salir de un cubículo sin puerta a Gonzalo, esta vez no estaba encapuchado sino muy bien vestido. Este dejó a un lado la micción y pasó a la acción, empezó a gritar tan duro como pudo, fue como el estruendo de una ciclogénesis justiciera, un aullido lo suficientemente fuerte para alertar a uno de los de seguridad cuya fuerza y corpulencia pudo contra los violentos.

Esa noche quedaron solos Gonzalo y Balto en aquel baño, el primero era un héroe que siempre buscaba la mejor manera de impactar al mundo con un saldo positivo para la humanidad y le contó al segundo, cuya impávida mirada develaba miles de preguntas, sobre su filosofía de vida, sobre ser bueno y mejor cada día para el resto incluso cuando eso pueda significar lo contrario para ellos. —es lo malo de ser bueno, Baltico— fue lo último que le dijo.

Esos encuentros fueron suficientes para que el día en el que quién sabe quiénes orquestaron un enorme robo al banco en el que Balto llevaba un mes trabajando, este no dudara en cooperar al ver la heterocromía en la vista con la ceja rota del asaltante frente a él, quien le gritaba las instrucciones a seguir mientras se ponía una máscara igual a la de sus cómplices. Fue un robo excepcional, con un propósito incluso más espectacular. Todo salió a la perfección a pesar de que Balto terminará frente al tribunal siendo la única posibilidad de dar con el botín y los otros tres criminales.

El día del juicio, mientras subíamos las escaleras de la entrada del edificio repletas de insultos que gritaba la gente alrededor en represalia contra un hombre de quien nada sabían más allá de lo que se decía en los medios, Balto González miró a esas personas ladrando todo tipo de vilipendios y lanzó un suspiro que me dejó tan impertérrito como en nuestro primer encuentro, —ellos no están listos para entenderlo, abogado. Le agradezco pero déjeme comparecer solo— me dijo, y esta vez no tuve reacción, lo último que vi antes de dar media vuelta y esperarlo en la penitenciaría, fue a tres tipos con el puño levantado que le gritaron ¡Vamo,  Gonzalo!

¿Cómo referenciar? 
L. Fritz. “El cómplice” Revista Horizonte Independiente (columna literaria). Ed. Nicolás Orozco M., 21 feb. 2021. Web. FECHA DE ACCESO. 

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