Filósofo de la Universidad del Rosario, especializado en bioética y Master en Comunicación Política de la Fundación Ortega y Gasset, y es PhD en humanidades de la Universidad Carlos III de Madrid.
Vol. III Colección. C:3 – C12
Una mancha en la pared se me figuró un insecto. Abstraemos y proyectamos abstracciones. La actividad del sistema nervioso involucra funciones complejas, por las que lo que percibimos, y hasta la imagen de nosotros, está construida por virtualidades, en respuesta a estímulos.
Una rana estira su lengua y captura su alimento, por captar un determinado color, o por la variación de la temperatura. También los productos culturales proporcionan experiencias a partir de ficciones y de registros, que se absorben sin el menor cuestionamiento, por hacer parte del quehacer y de una concepción del mundo habitual, de la que ignoramos que ha sido elaborada, y su alto grado de idealización.
En El brujo postergado, Borges actualiza el relato de Don Juan Manuel, según el cual, un deán de Santiago, para aprender magia, acudió a don Illán de Toledo, que lo recibió con bondad, y le dijo que no quería escuchar el motivo de su visita hasta que hubiese comido. En la transcripción contemporánea del relato antiguo: “Lo atendió muy bien y le hizo dar buen acomodo y todo lo que necesitó, dándole a entender que le complacía mucho su llegada” (Don Juan Manuel, p. 55).
Don Illán de Toledo, después de provocar una relajación propicia para la sugestión –fascinación o encantamiento mágico–, le advirtió que: cuando todo ha resultado a voluntad de los hombres de categoría, pronto se olvidan de lo que han hecho por ellos. Seguido, ordena preparar perdices, descienden por unas escaleras al estudio, pero interrumpidos por un mensaje del arzobispo, agonizante, tío del deán; en lugar de irlo a visitar, se queda para seguir con los estudios. Nombran al deán arzobispo; al cabo de un tiempo se convierte en obispo de Tolosa; después en cardenal, y hasta en Papa.
Entretanto, Don Illán le solicitaba con recurrencia que otorgara a su hijo alguna dignidad de las que dejaba el deán, que prometía satisfacerlo más adelante, y hasta de Papa le dijo que no lo apremiara tanto, “…que siempre habría tiempo para que le hiciese merced según fuese razonable” (p. 57). Ante las lamentaciones de don Illán, termina insultado, acusado de hereje y mago.
No se ofrece ningún indicio de efecto ilusorio o engaño, excepto por el descenso por la escalera. En la indolencia del deán, se aprecia un concepto inmoralidad; y al hacer caso omiso a las solicitudes del mago, sin reciprocidad. En este contexto ético, se desata la experiencia alienada del deán, y un efecto de rareza: “Entonces don Illán dijo al Papa que, puesto que no tenía qué comer, tendría que volver a las perdices que mandara asar aquella noche, y llamó a la mujer y le dijo que asara las perdices” (p. 57).
Ante una anomalía como la que escarmentó el Deán, por el deseo de poder, se presenta una suerte de pasmo o sensación peculiar de desvanecimiento de la ensoñación y retorno a la vigilia, para evitar una ‘referencia’ a realidad, vida o existencia alguna.
Según Borges: “La sirvienta se presentó y don Illán le dijo que las asara. A estas palabras, el Papa se halló en la celda subterránea en Toledo, solamente deán de Santiago y tan avergonzado de su ingratitud que no atinaba a disculparse” (p. 125). Luego de ‘probar’ la nigromancia, de vuelta en Toledo, el deán siente vergüenza y queda sin palabras.
El uso del efecto letárgico del lenguaje remonta a la antigüedad. Creso se queja de Menipo, porque los insulta al lamentarse en ultratumba de todo lo que extrañan de la vida anterior. Al defenderse ante Plutón, denuncia Menipo que Creso y los suyos no sólo sufren castigo por su vileza y mezquindad: “No han tenido suficiente con haber tenido una vida miserable y ruin arriba en la tierra, ahora incluso, estando muertos, constantemente recuerdan las cosas de allí e intentan recuperarlas del algún modo. Por todo ello me place tanto sufrimiento” (Luciano, p. 16).
Más que una vuelta a un estado anterior, en la enajenación de Menipo se advierte la imposibilidad de retornar o recuperar las imágenes del pasado.
En el cine, se ha llamado ´rubber reality’ al extrañamiento que rompe con el espacio-tiempo y la coherencia lógica, que correspondería a una vivencia que trastoca la representación artificial y la tangible. No hace falta desvariar o intoxicarse con hongos para alucinar. Basta decepcionarse, soportar una presión, o un ruido estridente que impida dormir, para propiciar el aturdimiento, más que la incertidumbre y la falsedad modernas.
Los problemas de visión y el estrés favorecen la aparición de fantasmas o la apertura de un umbral al estilo de Hamlet. La velocidad, la proliferación de imágenes, el uso de la tecnología, la inminencia de la catástrofe nuclear incitan la sensación de letargo, que en literatura se confunde con lo ficticio.
No se requiere describir una experiencia límite para generar extrañeza. Humo letárgico, de Nabokov, detalla un episodio de somnolencia y ajuste de la sensibilidad, que va de la percepción de la penumbra al atisbo de un pino figurado. Primero, aborda la impresión de que los objetos se mueven al encender la luz, en una escena familiar. La abstracción no equivale a irrealidad. El joven sabe siempre donde está y lo que lo rodea:
Cuando se encendieron, prácticamente al unísono, las lámparas suspendidas en la penumbra, todo el techo desde allí hasta la Plaza de Baviera, cada objeto de la habitación no iluminada se desplazó ligeramente bajo la influencia de los rayos exteriores, que comenzaron adaptándose a una figura del dibujo de la cortina de encaje. Llevaba unas tres horas tendido en posición supina (un joven de largas extremidades y pecho aplastado con unas gafas que brillaban en la semioscuridad), sin contar un breve intervalo para la cena, la cual había transcurrido en un piadoso silencio: su padre y su hermana, que acababan de tener otra pelea, habían estado leyendo todo el rato en la mesa (Navokov, p. 30-31).
La escena que ve el joven resulta del acomodamiento paulatino a la luz, de las capacidades sensoriales de los ojos y las estructuras involucradas en la visión. Una representación abstracta se sobrepone a la percepción:
Intoxicado por la opresiva, sostenida sensación que tan familiar le era, seguía acostado, mirando a través de sus pestañas, y cada línea, cada reborde, o sombra de un reborde, se convertía en un horizonte marino o en una distante franja de tierra. En cuanto sus ojos se hubieron habituado a producirse por iniciativa propia (así las piedrecillas siguen cobrando vida, del todo inútilmente, a espaldas del hechicero), y ahora, en este o aquel punto del cosmos de la habitación, se formó una perspectiva ilusoria, un remoto espejismo seductor con su gráfica transparencia y aislamiento: una franja de agua, por ejemplo, y un promontorio negro con la minúscula silueta de una araucaria (p. 31).
Refutar el saber que se tiene por seguro también da lugar a una experiencia de singularidad desconcertante. En la fábula, Una cuestión de método, un filósofo le dijo a un tonto que le pegaba a un burro, que quien recurre a la violencia acaba sufriéndola. El tonto, en lugar de suspender el castigo o contraargumentar, golpeó al burro con más intensidad y asintió: “Es lo que intento enseñar a esta bestia que continuamente me patea”.
El filósofo halló equívoca su recriminación. La anécdota cuestiona un desacuerdo entre la teoría, o la prescripción moral, y la práctica: “–Sin duda –se dijo el filósofo cuando se iba–, la sabiduría de los tontos no es ni más ni menos auténtica que la nuestra, sin embargo, parecen tener una forma más directa de demostrarla” (Bierce, p. 52).
Se cierra con una anfibología humorística, crítica del proceder pedagógico, al marcar diferencias entre los diversos métodos de enseñanza, y advertir la ineficacia del lenguaje para convencer de no acudir a la violencia.
En Ovidio, otro tanto le sucede a Mario Lasarte, un ingeniero agrónomo que escribía versos eróticos, que en un coloquio en Constanza, sobre producción de alimentos y el hambre, por querer ir, obsesionado, a la tuba del poeta, se involucra en una complicada trama en la que lo siguen y acosan funcionarios de la dictadura. Al final, invita a su habitación a la muchacha de la recepción, que le contesta que no puede ir, pero que ante la insistencia, lo cita en la casa de ella. Los sentimientos de Lasarte hacen que pierda los vínculos argentinos, y desea una vida en Rumania.
Pasó la noche con Lucy. Descubrió que estaba enamorado y (con asombro) que nunca lo estuvo de Viviana. “Por eso pude viajar y dejarla”, reflexionó. De pronto lo sorprendió un pensamiento cómico y verdadero: “Aunque no me hayan devuelto el pasaporte ahora siento que tengo aquí todo lo que necesito. ¿Para qué necesito el pasaporte, si no voy a viajar? Es claro que me falta plata para quedarme, pero soy fuerte así que encontraré un trabajo y me las arreglaré” (Bioy Casares, p. 34).
Imbuido de amor, dispuesto a altearlo todo, la policía lo conmina a abandonar Rumania en veinticuatro horas. “Por incomprensible que parezca, Lasarte sintió que partiría, para siempre, al destierro” (p. 35).
Ni hablar de Julio Cortazar, que no separa lo fantástico de lo cotidiano. Según Vargas Llosa, lo banal se resquebraja para ceder a ‘presiones recónditas’, hasta colindar con lo prodigioso: “… en una suerte de intermedio, tenso y desconcertante territorio en el que lo real y lo fantástico se solapan sin integrarse” (2014, P. 16).
En Isla de medio día, a Marini lo invade y lo goza la isla con una intimidad que le impide pensar y elegir, en un acto de conciliación. Cuando pasa el avión en el que cubría la ruta como camarero, y que lo hace dudar de quedarse, y querer retomar su trabajo, la máquina se precipita al mar y se narra la muerte de un hombre que sufrió una herida en la garganta, pero que Marini alcanzó a llevar hasta la orilla.
La noche boca arriba narra un accidente en motocicleta, cuyo protagonista pasa en los primeros párrafos de la descripción de los sucesos y las percepciones, a la de la náusea y a verse envuelto en un sueño y por una fragancia “compuesta y oscura como la noche en que se movía huyendo de los aztecas” (Cortazar, 1971, p. 34). Cortazar tiende una trampa metonímica. En adelante, en el cuento alternan las imágenes de la pesadilla azteca con el suplicio en la sala en que lo atienden. Se confunden las sensaciones en el embotamiento y las dos historias, la del accidente, y la de verse amarrado en medio de danzantes con taparrabos, se entrelazan, de modo que andar con un enorme ‘insecto de metal’ que zumbaba bajo sus piernas, había sido el sueño maravilloso y absurdo.
Más que solaparse la realidad y la ficción, se invierten, de suerte que parecen dos ficciones. Cortazar varía la fórmula para la extrañeza en cada cuento. Ni qué decir de La puerta condenada, en la que Petrone supone que, tras una puerta, la mujer de la habitación contigua esconde un niño al que consuela del llanto, y cansado de que lo despertaran varias noches, decidió imitar el quejido, por lo que la mujer salió del hotel espantada. Una sensibilidad exacerbada incluso en el silencio forja el ambiente enrarecido.
Dando vueltas y vueltas, se sintió como vencido por ese silencio que había reclamado con astucia y que le devolvían entero y vengativo. Irónicamente pensó que extrañaba el llanto del niño, que esa calma perfecta no le bastaba para dormir y todavía menos para estar despierto. Extrañaba el llanto del niño, y cuando mucho más tarde lo oyó, débil pero inconfundible a través de la puerta condenada, por encima del miedo, por encima de la fuga en plena noche supo que estaba bien y que la mujer no había mentido, no se había mentido al arrullar al niño, al querer que el niño se callara para que ellos pudieran dormirse (Cortazar, 2014, p. 427).
Aquí se confunden presupuestos, y lo interesante reside en la figuración de la mujer que consuela la voz fantasmal del llanto de un niño, con la que el protagonista se encariñó.
Las experiencias de extrañeza forjadas por la ficción abundan, y algunos cuadernos de escritores contienen sensibilidades fascinantes, como la de María Bashkirtseff, que juraba ser célebre algún día, a pesar del acoso de la tuberculosis.
“Vosotros, los burgueses, no sabréis jamás lo que se necesita de atención sostenida, de comparaciones continuas, de cálculo, de sentimiento, de reflexión para llegar a alguna cosa” (Caballero, p. 97). Bashkirtseff, que anteponía el amor, el sol y la música en Italia, a la intelectualidad; manifestó adorar lo simple, la pintura, los sentimientos, y la felicidad de la ignorancia; pero sabía que nunca iría a tener sentimientos simples por dudas y aprensiones acarreadas de hechos anteriores.
Se atormentaba por todas las cosas, capaz sólo de resultados fatigosos, y se sabía complicada de carácter, con exceso de fineza y amor propio, temerosa de equivocarse y fracasada. Se sentía agriada y desdichada, por lo que compensaría ser buena; pero afirma que sería divertido transformarse en mala, perversa, calumniadora y dañina, porque a Dios le da la misma, pues no toma nada en cuenta. Agrega que Dios no es lo que imaginamos, o que tal vez coincida con la naturaleza.
La aceptación de Bashkirseff deriva de la intensidad de sus padecimientos, y aunque estimaba absurdo morir, repetía que no estaba hecha conforme a reglas, y que no podía vivir.
Si fuera diosa y si todo el universo estuviese a mi servicio, encontraría el servicio mal hecho. No es posible ser fantástica, más exigente, más impaciente; algunas veces, casi siempre, tengo cierto fondo de razón, de calma; no me explico bien, os digo solamente que mi vida no puede durar. Mis proyectos, mis esperanzas, mis pequeñas vanidades desplomadas…, ¡me he equivocado en todo! (p. 96).
Las confidencias de Bashkirseff hacen deslucir a la artificialidad literaria, más al desmentir que la desesperación del deseo de morir, o decir que la vida es horrible, encierra una falsedad. Según ella, siempre se quiere vivir, pese a todo, y más en la juventud. Valoraba la pureza sobre el saber, y la consignación de los sufrimientos propios le resultó indiferente. Llegó a creerse razonable, de vuelta de muchas ilusiones y pesares, lo que alterna con verse golpeada por la adversidad. “Hay gentes que siempre logran lo que desean, mientras que a otras todo les sale mal” (p. 94).
Bashkirseff relaciona con las naturalezas altivas y afectuosas, una susceptibilidad extrema de la opinión, y una amargura ante el juicio injusto.
Un deseo de ‘restitución’ similar se aprecia en la obra de Albert Camus, ligada a una nostalgia por la pobreza perdida, de la que surge una mala conciencia, un sentimiento bizarro relacionado con la desestimación.
También a Camus lo amargó perder el tiempo ante la brevedad de la vida, o hablar de todo y nada; y sentirse lleno, satisfecho, antes de desear (Nuage qui passe et instant qui pâlit) (Camus, p. 22). La psicología se determina por la acción, no por la reflexión. A diferencia de Bashkirseff, para Camus, nos determinamos a lo largo de la vida, y conocerse a la perfección equivale a morir. Uno no puede definirse, y se ríe del culto a sí (Le cult du moi! Laissez-moi rire”) (Camus, p. 81).
Si destaca una confusión en los deseos, no obsta para alegrarse por un abrazo. Camus recoge de Kierkegaard, que de la pasión procede un ímpetu convulsivo que nos asombra (nous étonne), y que hace olvidar cualquier sufrimiento que agite y amargue.
Se ha roto la imagen moderna. Para Diderot, en su pensamiento IV, la felicidad consistía en tener pasiones fuertes, al unísono, con armonía, sin desórdenes. “Si la esperanza está compensada por el temor, el pundonor por el amor a la vida, la inclinación al placer por el interés por la salud, no veréis libertinos, ni temerarios, ni cobardes” (Diderot, p. 27).
También registra Camus, de Huxley, que resulta preferible, al contrario de Bashkirseff, ser un buen burgués cualquiera, que un mal bohemio; un falso aristócrata o un intelectual de segunda. Para Camus, la vida se teje de catástrofes sucesivas, y el día se construye con atardeceres, soledades, desconfianzas y asco (dégouts). La felicidad no es más que el sentimiento lastimoso de la desgracia (… le boneur souvent n’est que le sentiment apitoyé de notre malheur) (Camus, p. 19).
Las expresiones de todos estos deseos malogrados cazan bien con la ansiedad marxista por negar el orden existente, pero no se ajustan al modelo hegeliano de la libertad autoconsciente en la lucha del amo y el esclavo, ni a un sistema de clases, y menos a los conceptos de alienación, enajenación, cosificación y similares. No se trata de una otredad a apropiarse por el trabajo o las instituciones, en un sistema unificado de necesidades, o por la acción social.
Ninguno de los casos se reduce a un extrañamiento de la conciencia en relación con un mundo objetivo, ni se intenta realizar algún tipo de capacidad o potencialidad, efectuar un proceso de reificación, ni obtener una propiedad, o un producto del ejercicio del arte o la filosofía.
Ufanarse del poder con la indolencia del deán, el deseo de lo perdido que denuncia Menipo, las figuraciones en el sopor de la somnolencia, hallar la incongruencia en la propia argumentación, que las circunstancias nos arranquen de los apegos o nos impongan una sola felicidad, entre otras experiencias más que comunes, rechaza un dominio de sí o una esencia natural o racional, que al perderse produzca una extrañamiento de la conciencia. Tampoco Bashkirseff o Camus se abruman por las cosas, la historia o la realidad social. Sus desilusiones y padecimientos no se revisten de una forma histórica, con lo que delatan una dependencia soterrada del marxismo de un concepto económico derivado de la propiedad.
Tal como recoge Marcuse el delirio marxista: “Los hechos objetivos cobran vida y enjuician a la sociedad” (p. 276). Antes bien, el rechazo de las reglas sociales y de las personas, anterior a la mediación de bienes y mercancías en las relaciones, contraría que el trabajo libre o las prácticas colectivas transformen las condiciones de la existencia y el valor de las cosas, en contraste con una conciencia falsa o desfigurada.
La dialéctica encubre una trampa, porque lo nuevo no surge de la negación de lo anterior, reducido todo a dos tesis antagónicas. El individuo libre no es producto de la síntesis del interés común y el particular. El individuo no se siente ‘explotado’ ni ‘necesita’ algo para que una instancia administre la satisfacción de sus deseos.
Al deseo de bienes materiales, y a la mistificación del capital, la literatura antepone una felicidad ligera y nostálgica, no exenta de un decaimiento vital, o del pesar que impugna la idoneidad.
Bierce, Ambrose (1997). Fábulas fantásticas. Barcelona: Edicomunicación.
Bioy Casares, Adolfo(1998). Una magia modesta. Barcelona: Tusquets Editores.
Borges, Jorge Luis (1986). Historia universal de la infamia. Madrid: Alianza Emece.
Camus, Albert (1962). Carnets. Callimard.
Cortazar, Julio (1971). La isla de mediodía y otros relatos. Navarra: Salvat Editores.
Cortazar, Julio (2014). Cuentos completos 1. Bogotá: Prisa ediciones.
Don Juan Manuel (1986). El conde Lucanor. Madrid: Editorial Mediterráneo.
Diderot, Denis (1984). Pensamientos filosóficos. Madrid: Sarpe.
Luciano de Samósata (1999). Diálogos. Barcelona: Edicomunicación.
Caballero Calderón, Eduardo (Selección) (1948). Confesión del sufrimiento. Bogotá: Librería Suramérica.
Marcuse, Herbert (1986). Razón y revolución. Madrid: Alianza.
¿Cómo referenciar?
Lombana Villalba, Iván Mauricio. “Extrañamiento y desilusión: una réplica de la literatura a la teoría crítica” Revista Horizonte Independiente (columna literaria). Ed. Brayan D. Solarte, 30 nov. 2022. Web. FECHA DE ACCESO.
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