Esta noche ella ha llegado con el cabello extrañamente peinado,
sus rizos dorados están exactamente donde los acomodó esta mañana antes de salir y su
perfume a rosas no se encuentra contaminado de los humitos verdes que
penetran los domingos justo a las 4:20 de la tarde. Viene radiante, abre la puerta
y se vislumbra como rayo de luz en medio de las nubes grises de la ciudad. Por
primera vez sus ojos grandes y cafés vienen brillosos y atentos, sus pupilas no se
dilatan más que por la oscuridad de la habitación y al parecer el viento no ha
golpeado con suficiente fuerza sus mejillas; sonríe, después de tantos años de
nuevo sonríe. Así es, para sorpresa mía ha llegado sonriente, pero no como
antes, sé que su sonrisa no ha sido causada por lo mismo de siempre, y lo sé
porque para ello necesitaría de mí. Viene sonriente pero no me ha tocado a mí
todavía y con un poco de angustia me pregunto si es que ha encontrado en otros
humos, la tan anhelada felicidad, la dicha de sentir la vida como atravesando los
cristales de los días grises de la ciudad, los días grises de Bogotá.
Han pasado tres días y sigue sin tocarme, es más no me habla, no se pasea
frente a mí en esa bata transparente mientras se fuma un cigarro, pensando si
acercarse o no, actúa como si quisiera dejarme, como si olvidara que estoy allí;
algo debió pasar aquella tarde de sábado a las 4:20 a las afueras del bar Post
Mortem, ese que queda cerca del museo de arte contemporáneo, una iglesia
cristiana y un poste donde un gitano se sienta todos los domingos a vender
pequeños dijes y amuletos, cuarzos rojos, azules y verdes, para que ella
decidiera no presentarme en la escena, no compartirme con el viento de la
ciudad, ni tomarme de la mano.
Al inicio creí que estaba solo un poco distraída y había olvidado nuestra cita; sin
embargo, eran las 5:20 y seguía sin llegar al encuentro; las 6:20 y no buscaba de
mí, ni siquiera me notificaba una cancelación. Después creí que estaba intentando
seguir los consejos de sus padres: “eres muy joven aún, te queda mucho por vivir”
o los de sus compañeros de trabajo “vas a terminar destruyéndote si te empeñas
en conservar tu estilo de vida con algo como eso”. Siempre desde que comenzamos le habían dicho que lo mejor era desistir de esto conmigo y que mejor se dedicara a sus proyectos personales, a estudiar artes escénicas o a escribir aquel libro que soñó toda su vida; pero que después regresaría a mí, porque siempre ha dicho que soy lo único que la hace sentir completa, pero con ganas de más al mismo tiempo.
Algo debió pasar aquella tarde de sábado a las 4:20 a las afueras del bar Post
Mortem, ese que queda cerca del museo de arte contemporáneo, una iglesia
cristiana y un poste donde un gitano se sienta todos los domingos a vender
pequeños dijes y amuletos, y cuarzos rojos, azules y verdes, que ahora como
consecuencia me trae soledad.
Es domingo de nuevo y siendo las ocho de la mañana ha salido con un vestido
amarillo lleno de flores naranjas que hace juego con sus rizos dorados y sus
labios de fresa. Me ve en el sillón con sus ojos grandes, cafés y nerviosos, a la
espera para ir con ella, pero me ignora, sé que le duele verme ahora porque ya
no vive conmigo como lo hacíamos antes; me echa una corta y triste mirada
antes de cerrar la puerta, se despide de mí enviándome un beso cargado de
abandono y lleva algo de desesperación en sus manos, pero ve su reflejo, se
limpia las lágrimas, se acomoda el cabello y se marcha. No ha querido llevarme
y siento que cada vez sirvo menos como acompañante y más como mera
decoración de su apartamento ‒un espacio que antes se permeaba de humitos
verdes y ahora solo son humitos rosas, amarillos y naranjas. Me siento en
banalidad, no hay humos verdes ni grises corriendo por mis venas, ni su saliva
calentándome mis 4:20 de los domingos, no hay humitos verdes que descansen
en sus labios de fresa y en sus pulmones que provengan de mí, no hay más de
ella en mí, tampoco lo hay de mí en ella.
El libro con portada gruesa en cuero que siempre carga en su maleta, me ha
contado que sale con alguien, un sujeto de unos 34 años, con los cabellos
rizados color chocolate y una barba espesa, le habla de literatura, le habla de
filosofía, le habla de poesía y de música; comparten varios vicios, la nicotina, el
alcohol, los vinos negros, las novelas satíricas, y el café negro para las palomas;
ese que tanto le gustaba a Chaparro. Incluso comparten el vicio de la soledad o
de la selectiva compañía. Difieren en un vicio y es por ello, porque simplemente
a aquel sujeto no le agrado, porque soy el medio para un vicio que no comparten, que ella me ha dejado en el sofá preparado para salir a las 4: 20 de un domingo que hoy carece de humitos verdes.
Supongo que deberé yo también abandonar el vicio de tenerla, el vicio de que sus labios humedezcan mis curvas, de dejar en su boca todos los humitos verdes que corren por mis venas; al fin y al cabo, no soy más que un simple instrumento de satisfacción, de diversión, de recreación y de distracción, y no soy nada si no me toma una chica de rizos dorados y labios de fresa, a las afueras del bar Post Mortem, ese que queda cerca del museo de arte contemporáneo, una iglesia cristiana y un poste donde un gitano se sienta todos los domingos a vender pequeños dijes y amuletos, y cuarzos rojos, azules, y verdes a las 4:20 y deja que los humos verdes que corren por mis venas, desemboquen en sus pulmones y se contamine la ciudad de un suave aire verde.
¿Cómo referenciar?
Martin’s, Amarilla. “Cuarzos y bares” Revista Horizonte Independiente (columna literaria). Ed. Nicolás Orozco M., 28 ago. 2022. Web. FECHA DE ACCESO.
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