Leonardo Neusa Romero 

Columnista RHI 

Carolina Ceballos A.

Abogada (Universidad Santiago de Cali).

Vol. III Colección C:1 – C9

El día que mataron a la Muerte

Quien vivió y murió a blanco y negro haciendo miau.

A Hades (Por tu gran compañía y tu fatídico deceso, te recuerdo y aún te siento).
Antes de querer matarte asegúrate de que la Muerte existe.

Leonardo Neusa

Antes de que empieces, déjame contarte algo. Cuando era niño, mis abuelos siempre narraban distintas historias sobre la Muerte, sobre aquel despreciable ser al que nadie quiere y todos temen, aquel con porte esquelético, cubierto con un manto negro que a duras penas permitía ver su brazo huesudo, sosteniendo con su extremidad superior una gran hoz, que cobraba justicia a los ricos y a los pobres, a los nobles y a los orgullosos, a los bondadosos y a los desgraciados, en últimas a todos por igual.

Me contaron que en las noches arrastraba almas de forma despiadada al más allá, con la intención de torturarlas a medida que su hálito de vida se desvanecía. De esta forma, la Muerte pasaba sus días enteros en el mundo de los vivos, reclutando almas con sólo pararse junto a los portadores de estas, pues al fin y al cabo ese era su inmundo trabajo. 

Sin embargo, lo que les voy a contar no se parece en nada a este tipo de historias y leyendas populares y por momentos les parecerá que miento. Pues a quién yo conocí durante mucho tiempo e hice de él mi amigo, no era otro distinto que la misma Muerte.

Todo comenzó hace unos dos años, si mal no recuerdo, cuando llegó a nuestro barrio, y para ser más exactos a la casa de enfrente, un viejo de aproximadamente 60 o 70 años en promedio (pues a decir verdad unos días se veía más viejo que otros), de cabello color ceniza, barba espesa, mirada profunda y tenebrosa, pero así mismo, una forma de ser muy amable, cordial y bondadosa. En aquella tarde, don Arturo, como se llamaba o, bueno, al menos como se nos presentó a nosotros, trajo su trasteo personal, que estaba compuesto básicamente de un armario viejo, una cama, tres o cuatro baúles enormes repletos de libros y una que otra antigüedad.

Después de descargar el camión logré notar por mi ventana cómo se quedó en su casa organizando sus pertenencias y su cuarto. Duró casi toda la tarde trabajando sin descansar; no obstante, ocurrió algo que yo no me esperaba que hiciera después de tanto trabajo. Llegadas las nueve de la noche vi como sus luces se apagaron y pensé por un segundo que había llegado la hora de descansar para aquel viejo. Pero, para sorpresa mía, me equivoqué, pues a los pocos minutos su puerta se abrió poco a poco hasta que lo vi salir. Llevaba puesto un traje completamente negro y una corbata roja, y si mal no recuerdo también traía puesto un sombrero, pero lo más extraño de todo era que llevaba un portafolio en la mano como si tuviese que salir a trabajar.

Al otro día, cuando desperté, don Arturo ya había llegado y se encontraba terminando de arreglar sus plantas, una Damasquina y un Clavel, que tanto le gustaban por sus colores y aromas. Tenía ubicada una en cada esquina de su balcón, en donde en repetidas ocasiones lo vi sentado por horas fumando su pipa y leyendo uno que otro libro de literatura, medicina o filosofía, o simplemente repitiendo la lectura de su libro favorito El Fausto, que, según él, era la quingentésima vez que lo leía, por su maravillosa riqueza literaria, pero sobre todo por la personificación de Mefistófeles o Mefisto ‒como le decía de cariño‒ que tanto lo hacía reír; porque le recordaba a alguien que conoció alguna vez.

Ese día por la noche la historia se repitió y aquel viejo volvió a salir alrededor de las nueve de la noche y no lo volví a ver hasta el otro día. En aquella mañana me sorprendió fisgoneando desde mi ventana y me llamó; me preguntó por mi nombre, mi edad y lo que me gustaba hacer, empero, hubo una pregunta que en aquel momento no entendí, pues se inquietó bastante por mi estado de salud, me dijo que me cuidara y que me alimentara bien, si quería tener una vida duradera. Al principio yo pensé que era uno de esos sermones que los viejos siempre le dan a los jóvenes cuando ya se sienten cerca de la Muerte, no obstante, tiempo después comprendí lo que quiso decir.

Esa tarde me invitó a pasar a su casa y me enseñó su gigantesca biblioteca, que resultó ser mejor de lo que yo imaginaba, pues al parecer después de los cuatro baúles que llegaron con él, trajeron diez más cargados igualmente con libros. Entre los libros que logré ver me di cuenta que tenía textos que superaban los cien años y, sin embargo, se mantenían intactos. Vi también libros de autores que nunca había escuchado, pero también, me di cuenta de que existían libros en lenguas rarísimas y con escrituras sorprendentes, como si fuesen de otro mundo. Me mostró un sinfín de rollos a los que él llama papiros y entre los que recuerdo había uno de un tal Platón, que según lo que él me dijo había sido un gran hombre al que había acompañado en el final de sus días.

Entre sus libros se encontraban textos gordos, delgados, de diferentes formas, idiomas y temas, había literatura, filosofía, música, historia, medicina, biología, y muchos más. Me contó que esta no era ni un 10% de su biblioteca, sólo era, por decir así, su equipaje de mano; lo cual indicaba que su estadía en este pueblo no sería muy larga. Según lo que me contó lo habían enviado del trabajo a intentar dar solución al problema que hay ahora en el pueblo por culpa del cólera, y se encontraba ocupado en una investigación detallada.

En su cuarto vi también muchos artefactos que en mi vida había visto, entre los que resaltan lámparas, cuadros, cofres, reliquias, entre otros. En algún momento llegué a pensar que el cuento del cólera era un invento y que lo único que hacía en el pueblo era aprovecharse de las personas que fallecían para comprar sus pertenencias y después venderlas o simplemente conservarlas. 

Con el tiempo, mi idea sobre Don Arturo fue cambiando, se volvió una costumbre para ambos las largas charlas y discusiones sobre un libro u otro, además de las reflexiones acerca de la existencia. Así fue que conocí a varios amigos de él como, Platón, Séneca, Lutero, Descartes, Spinoza, Voltaire, Kant, Hegel, Schopenhauer, Novalis, Goethe, Baudelaire, Nietzsche, Marx, Dostoievski, Hesse, Cervantes, Machado, Camus, Sartre, Borges y Caicedo (el niño como le llamaba él), entre otros que ya no recuerdo.

Un día hablábamos de política, al otro de poesía, de filosofía, del amor, de la amistad, en fin, de tantos temas que me sorprendía lo mucho que aún podía recordar y saber el viejo don Arturo. Recuerdo mucho cuando nos metimos en el debate sobre la Muerte a propósito de la Apología de Sócrates, él me preguntó lo que pensaba de la Muerte y sin dudarlo un minuto le respondí todo lo que mis abuelos me habían enseñado, le dije lo atroz que era aquel ser y lo temible y tenebrosa que era; también le recalqué que me parecía un ser envidioso que no podía soportar que los otros fueran felices y tenía que separarlos para hacerlos sufrir y dejarlos solos. Él detuvo la conversación, me miró y me dijo, con la voz entrecortada y los ojos un tanto humedecidos, “que mala fama tiene aquel ser ¿no crees?”, preguntándome justo después: ¿tú sabes qué es el vacío? “no me tienes que responder aún, Piénsalo y me cuentas”. Y con esto terminó aquella tarde de tertulia.

Después de aquel día no nos vimos por varias semanas, no logramos coincidir, él por su trabajo, y yo por mi estudio. Un día, al llegar de la escuela, lo vi asomado al balcón, parecía esperarme, cuando me vio, pidió que subiera para decirme algo, me invitó a tomar asiento en su pequeña sala y empezamos a hablar. Me contaría la verdad sobre su trabajo, pero antes de iniciar me pidió una única condición; “Debes prometerme que tratarás de asimilar y confiar en aquello que te voy a decir”. Él sabía que yo no había creído mucho el cuento del cólera y sus exhaustivas investigaciones nocturnas. Pero me corroboró que realmente era así, o al menos una parte; él estaba trabajando en este pueblo para erradicar dicho mal y su trabajo terminaría pronto. Mientras lo decía, yo me percaté rápidamente que desde hace semanas la enfermedad mortal había disminuido y sólo quedaban algunas secuelas del brote. Me contó que su forma de trabajar era un tanto cruel, pero él intentaba hacerla lo más llevadera posible para aquel que lo padecía. 

Don Arturo, que para entonces lo consideraba como uno de los mejores amigos que he tenido, me confesó que era él quien se encargaba de llevar malas noticias a los enfermos del cólera, y su labor consistía en transmitirles a los enfermos un mensaje fatal. Me explicó que las almas se dirigían a un lugar imposible de describir, donde el dolor ni el placer existen; era simplemente un lugar impensable, un más allá de la existencia y nada más. Al terminar su relato, me dijo: “Soy exactamente lo que piensas: soy la Muerte”. Al oírlo, imaginé que cada noche cuando lo veía salir, se dirigía a una de las casas donde estuviese un enfermo que ya no resistiera más el dolor, ni las fiebres, y se hacía pasar por doctor, lo examinaba, sacaba de su maletín su guante negro, se lo ponía y colocaba la mano sobre la cabeza del enfermo quien minutos después fallecía. Yo quedé atónito con la noticia y por un segundo pensé en no creerle, pero recordé inmediatamente la promesa que le hice y simplemente acepté.

Sentí un poco de temor y angustia al escucharlo, le dije que me disculpará pero que debía irme. Él me hizo saber que comprendía mi miedo y era de esperar que no le quisiera hablar, estiró el brazo y sacó un libro de la biblioteca. Estaba escrito por su amigo Albert Camus, se llamaba La Peste, me lo entregó y me pidió que lo recordara con cariño y sobretodo que fuese discreto con su secreto; lo cual fue así fue hasta este momento.

Antes de irme me dijo: “recuerdas lo que te pregunté el otro día sobre el vacío, ¿Qué pensaste?”, le respondí que para mí el vacío era la ausencia de todo lo existente en el mundo. Me miró y me dijo “¡No!, te equivocas, el vacío no es la ausencia de todo, el vacío es la ausencia de todo aquello que tú consideras real”. Y diciendo esto con la cabeza abajo se retiró hacia su cuarto. Esta fue la última vez que hablamos.

Días después lo vi salir, y decidí seguirlo, logré corroborar lo que me había dicho, efectivamente, cada vez que entraba a una casa y salía de ahí, la luz de una habitación se apagaba y un llanto de tristeza con desesperación invadía el ambiente. No obstante, aquel día pasó algo que ni yo, y supongo él tampoco, esperaba.

Cuando Don Arturo salió de una de las casas de la calle del Renacimiento, caminó un tanto agotado por el día que le había tocado, ignorando por completo que al llegar a la esquina unos hombres grandes y de apariencia bastante tenebrosa lo iban a emboscar por el frente y la espalda. El pobre viejo intentó defenderse, pero no lo consiguió pues eran muchos y muy fuertes para alguien de su edad, que con el pasar de los años ha perdido todas sus fuerzas. Antes de caer al suelo se dio cuenta que yo estaba observando todo, y de forma sutil, con una mirada se despidió de mí. 

Ante la escena, yo quedé petrificado, al tiempo en que por mis mejillas vertían ríos de lágrimas y dolor, pues estos cobardes no sabían lo que hacían y el gran error que sería esto para la humanidad, pues ese día, para desdicha de todos los mortales, Habían Matado A La Muerte.

Ese fue el día más doloroso de mi existencia según recuerdo y aun no comprendo ¿cómo don Arturo pudo morir? ¿luego no era él el encargado de estos asuntos?, ¿por qué no lo sabía, ni siquiera lo intuía, acaso así lo quería?, o es que ya estaba agotado de su quehacer y deseaba jubilarse. Lo único que sé, es que, por un buen tiempo, o no sé si lo que estoy diciendo sea una contradicción, el único muerto fue don Arturo (la Muerte).

Como lo intuí, las consecuencias fueron catastróficas, pues imagínate un mundo sin muerte. Después de aquel día comprendí la importancia que tiene la Muerte para el funcionamiento del mundo. Para comenzar, nunca amaneció, pues la noche ya no moría y supongo que en el otro hemisferio nunca oscureció. Los enfermos vivían en una constante agonía, pues ni aliviaban, ni morían. Los suicidas quedaban con lesiones graves, pero, fuera de un dolor insoportable, no pasaba nada más. La carne comenzó a escasear pues ya los animales no podían ser sacrificados. Las horas no pasaban y el movimiento cada vez era más difícil. Los aeropuertos se plagaron de gente que esperaba un viaje que nunca se iba a dar, y las mujeres embarazadas nunca daban a luz. Así pues, la vida se había convertido en un caos y era preciso pensar bien las cosas, pues, antes de querer matarse era necesario asegurarse de que la Muerte existiera. En resumidas cuentas, todo está en acto y nunca en potencia haciendo mello a la teoría aristotélica.

Los investigadores asignados al caso de la Muerte de Don Arturo llegaron a la conclusión de que éste había muerto a manos del tiempo. Todos asumieron que Don Arturo se había muerto de viejo, pero yo sí comprendí a lo que se referían con que la Muerte había sido víctima del tiempo. Era lógico, el tiempo lo había planeado todo, él había maquinado un complot para asesinar a la Muerte; pues no es desconocido que el tiempo es el primer enemigo de la Muerte, o mejor aún, es la primera víctima.

Para explicarlo mejor, la muerte en su ejercicio diario mata al tiempo en cada segundo, en cada minuto, sin quererlo. Siendo la muerte la agonía del tiempo, la única forma de detenerla es asesinándola. Con la muerte fuera de escena el Tiempo no sería más víctima ésta. Sería por primera vez dueño de sí mismo, sin el eterno juego de las intermitencias de la muerte. A decir verdad, el Tiempo, con el tiempo, valga la redundancia, se había vuelto loco. Loco por no poder desligarse de ese constante morir, pues bien, la muerte, sin pedirlo, es un asesino en serie, que usa al tiempo como instrumento, siendo a su vez su verdugo. 

Con la muerte de la Muerte, el Tiempo había logrado mantenerse estático. Sin embargo, algo se le había escapado de las manos, pues éste no contaba con algo que descubriría después, el hecho de entender que ese constante morir y nacer era lo que le daba una existencia, pues sin Muerte su existencia se desvanecía a medida que todos nos acostumbramos a no tener tiempo; los relojes se convirtieron en el objeto más devaluado del mundo entero y con ellos los calendarios y agendas. Desde entonces la gente ya no organizaba sus días, simplemente existían y nada más, pues hicieran lo que hicieran no morirían, ya no habría temor a la muerte y por consiguiente ya no importaría el tiempo, pues cuando tienes tiempo ilimitado, poco te importa pensar el ahora.

Justo después de la muerte de Don Arturo, regresé a su habitación para ayudar a guardar sus pertenencias. En el cuarto, sobre su mesa de noche, se encontraba un sobre marcado con mi nombre. En el interior había unos papeles y una carta que decía lo siguiente:

Querido Alejandro:

Te escribo para contarte que esta es la última noche que trabajo aquí en este pueblo, al parecer ya no existen más contagiados de cólera, lo que indica que he hecho una buena labor. Yo sé que tú debes estar muy asustado por lo que te conté y te entiendo, pero quiero decirte que antes de conocerte me sentía vacío, ahora ya tengo un amigo, y te lo agradezco, hace muchos años quería hablar con alguien y me alegra que hayas sido tú.

Por otra parte, te quiero decir que no me he sentido bien últimamente con mi trabajo y quisiera retirarme, pero aún no encuentro mi sustituto. Como sé que al dejar mi puesto como Muerte deberé morir, te dejaré mi biblioteca y mis pertenencias, las que conoces y las que no también. Al final de uno de los libros que están en mi cuarto se encuentra la dirección de la casa en donde se encuentra el resto. Te dejo mis llaves y no falta aclararte que la dirección se revelará cuando hayas culminado el libro completamente, lo hago por tu bien.

Siempre seré tu amigo… Arturo.

Pdta. Por favor cuídate mucho para que mi reemplazo no te conozca tan pronto. Ah, y otra cosa, no te asustes por lo que viste.

Después de ver esto comprendí que la Muerte nunca dejaba su trabajo inconcluso y a pesar de todo lo que el tiempo haya maquinado y planeado, la Muerte siempre lo sabría, sólo que era necesario que el tiempo y los hombres aprendiéramos a valorar realmente su función e importancia.

El reemplazo de la Muerte demoró bastante en llegar, o al menos, lo suficiente como para generar un caos social, todo era posible, había tiempo para hacer todo, los ancianos ya no tenían nada más que hacer, los niños se cansaron de jugar, pero igual nunca crecieron, todo se mantuvo inmóvil, no sé cuánto tiempo pasó, si es que realmente pasó, sólo sé que, durante este relativo tiempo, muchas cosas en el pueblo cambiaron aun cuando ya nadie logre recordarlo.

De repente, y sin darnos cuenta, el tiempo regresó a su normalidad, todo comenzó a fluir, los enfermos continuaron muriendo, los suicidas al fin lo lograron, y todo aquello que se había detenido en el tiempo apresuradamente se estabilizó y consiguió equilibrarse. 

Cuando miré las fechas en los almanaques logré ver que habían pasado dos largos años y supe que, al fin, el sustituto de la Muerte había llegado, y aunque el tiempo se detuvo, al regresar, trajo consigo todo lo que había olvidado. Todos aquellos que pensaron que la muerte nunca les iba a tocar, descubrieron que habrían de morir muy pronto, pues las enfermedades regresaron de nuevo a su estado natural, e incluso más fuertes, pues después de dos años las enfermedades son más fuertes. Sin embargo, nunca logré entender porque yo era el único que recordaba lo que había pasado, mientras el resto de personas siguieron su vida como si no hubiese ocurrido nada, al parecer, para ellos esto nunca ocurrió. Yo creo que el poder recordarlo todo fue uno de los regalos que me dejó aquel viejo único llamado Arturo.

Ahora bien, después de haberte contado la historia que espero te haya gustado, quisiera decir, que los descuidos que tuve durante aquel tiempo que nadie recuerda, me trajeron como herencia una enfermedad de la que no pude escapar, y a pesar de mis 20 años de edad o 25 ‒si lo calculamos desde la muerte de Arturo‒, o de mi juventud física y mental, el cáncer no me logró perdonar, y sé que a mi corta edad he conocido y aprendido mucho, gran parte se la debo a mi buen amigo Arturo, así que no me queda más que decir que me place conocerte. Puedes hacer tu trabajo, nuevo amigo, Bienvenida seas muerte.

¿Cómo referenciar? 
Neusa, Leonardo & Ceballos A., Carolina. “El día que mataron a la muerte” Revista Horizonte Independiente (columna literaria). Ed. Nicolás Orozco M., 02 feb. 2022. Web. FECHA DE ACCESO. 

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