Autora externa.
Estudiante de Filosofía de la Universidad El Bosque.
Miembro fundador Revista Horizonte Independiente
Vol. II Colección C:4 – C12
¿Qué hace un filósofo cuando se queda sin palabras? Supongo yo que lo mismo que hace un poeta que las perdió también.
Cuando El Filósofo aún parecía diccionario, me dijo entre sorbos de café:
— El pintor puede perder las palabras, pero conservará las imágenes, el músico los sonidos, el matemático los números, pero un filosofo sin palabras deja de existir.
En aquel momento me pareció razonable. Ahora sé que no entendí lo que en realidad me quería decir.
El Filósofo fue mi profesor en la facultad de humanidades. Lo conocí en la Cátedra de Ontología el primer semestre. Un cincuentón de pelo blanco y barba amarillenta manchada por tanta nicotina; tenía los dientes chuecos y unas gafas viejas que realmente parecían de culo de botella. También tenía fama de extravagante, pero ¿qué filósofo no la tiene? Lo vi todos los días durante los cuatro años que estuve en la facultad, pero él no había recordado mi nombre hasta el día de la graduación cuando tuvo que leerlo en voz alta y ya nunca más lo olvidó. Sabiendo que no era fácil conseguir trabajo, acepté sin titubear la oferta que el decano me hizo unos días después del grado. En las mañanas dictaba clases de filosofía antigua a los estudiantes de medicina y las tardes las pasaba editando la revista institucional. Era un trabajo mal pago, de hecho, pésimamente pago, pero aún así tenía comida, salud y estaba cotizando a pensión.
La nueva rutina se estaba volviendo insoportable. Entonces, pasadas las tres semanas, fui al café de la esquina antes de volver a casa pensando que eso sería suficiente para hacer de ese día uno diferente. Vi al Filósofo sentado en una mesa pequeña cerca de la puerta, leía un periódico mientras se tomaba un tinto que estaba ya medio frío; él prefería el americano, pero allí siempre lo quemaban y él no soportaba la amargura. Mientras pagaba mi café escuché que me llamaba por mi nombre, su voz era reconocible entre un millón de voces más, no solo por la ronquera, sobre todo por la forma pausada en la que articulaba cada palabra. Me hizo un gesto para que me sentara con él.
Desde ese día, todos los miércoles a las cinco nos encontrábamos en la misma mesa. Aunque el lugar estuviera a reventar la mesa siempre estaba vacía. Hablábamos hasta las siete y treinta, y luego seguíamos con nuestra rutina. A veces hablábamos de pequeñeces, del día a día, de los alumnos, de la familia o del tráfico, otras hablábamos del pasado, del futuro o de algún problema filosófico que no nos dejaba dormir. Sin importar el tema, cada conversación me cambiaba de a pocos la vida. Siempre admiré el vocabulario que se cargaba El Filósofo, tenía una palabra precisa para cada cosa que cruzaba su mente. No era cuestión de memoria, era cuestión de sabiduría, sabiduría que yo aún sueño tener. Seguimos con nuestra pequeña tradición por más de dos años, pero a medida que pasaba el tiempo empecé a notar que El Filósofo no siempre encontraba la palabra que buscaba; en medio de una oración se detenía y miraba a la nada, como intentando encontrar en el vacío algo que se le había perdido, y luego dejaba de hablar, como si supiera muy bien que jamás lo encontraría. Las conversaciones se acortaron. Ahora yo hablaba más que él y no porque tuviera algo que decir, sino porque sentía una inmensa necesidad de llenar el silencio que él estaba empezando a dejar. En ocasiones parecía que yo estaba tomando su lugar. Me pregunto aún si yo tenía razón, si su silencio no era solo incapacidad sino un miedo profundo a reconocer todo aquello que estaba perdiendo, pues entre más intentara hablar, más palabras serían las que no recordaba.
El último miércoles de Febrero me despedí para siempre del Filósofo. El sábado siguiente viajé a Francia y el lunes empecé a cursar la maestría en Ontología en la Sorbona. Intentando sobrellevar la distancia, empecé a escribirle un correo todos los miércoles, respondió un par y luego se sumió en un silencio absoluto. A pesar de eso, seguí enviándolos en caso de que aún los leyera. Tal vez él se sentía así cuando vaciaba su cabeza para mí y yo no sabía que responder. Probablemente él seguía hablando en caso de que yo aún estuviera escuchando. Supe por un amigo que seguía trabajando en la facultad y que su rutina seguía casi igual. El nuevo ritmo de vida me hizo olvidar casi todo lo que había dejado en Colombia, entonces dejé de escribirle y por tres años no supe nada más de él.
Cuando regresé a Colombia volví a la facultad con una mejor propuesta de trabajo, dictaría la Cátedra de Ontología para los de primer semestre. En medio de la nostalgia me preguntaba si debía ser yo quien ocupara el lugar del Filósofo. Para ese entonces él ya estaba retirado, pero aún así eran unos zapatos difíciles de llenar. Antes de aceptar formalmente el trabajo decidí visitarlo, tal vez un golpecito en la espalda suyo me daría suficiente confianza para hacerlo, con eso sabría que él estaba de acuerdo con su remplazo. En cuanto lo vi supe que ese ya no era El Filósofo, era apenas un fantasma de lo que había sido alguna vez. Ya no resolvía problemas filosóficos ni se quejaba del tráfico, ya no hablaba de su familia, ni de su pasado, ni de su futuro. Su vocabulario estaba reducido a monosílabos que a veces también olvidaba. Entonces supe que su pregunta había sido una profecía, que él, muchos años antes, supo que iba a dejar de existir, que ya no sería El Filósofo, pues en algún momento perdería todas las palabras y no le quedaría nada más.
La tristeza fue insoportable por unos días, me pregunté si yo también olvidaría las palabras y desaparecería, si yo dejaría de ser, si yo también dejaría de existir. Fui al café de la esquina y la mesa seguía vacía. No supe si sentarme, pero después de todo esa también había sido mi mesa. Pedí un café y pensé durante varias horas en el lugar que alguna vez fue del filósofo y ahora era mío. Acepté el trabajo, y el primer día de clase, en la Cátedra de Ontología de primer semestre, le pregunté a mis alumnos:
—¿Qué hace un filósofo cuando se queda sin palabras?
¿Cómo referenciar?
Díaz Escobar, Carla. “El filósofo” Revista Horizonte Independiente (columna literaria). Ed. Nicolás Orozco M., 05 dic. 2021. Web. FECHA DE ACCESO.
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