“La música no es un pasatiempo ni una distracción,
es una forma de expresión de lo inefable por excelencia.
Aquello que no podemos expresar de otra manera,
lo expresamos mediante música.”
Vladímir Jankélévitch
Nadie es ajeno a la música de Mozart, alguna vez hemos visto envueltas las esferas cotidianas de la vida con sus melodías a través de películas, recitales, tertulias o terapias medicinales. Es que, sin duda, el legado de Mozart constituye uno de los más destacados de la historia de la música, tanto que a través de los siglos sigue siendo escuchado con ahínco e incluso, se habla de un supuesto “efecto Mozart”, utilizado en musicoterapia para el desarrollo neuroconductual y para tratar problemas psiquiátricos. Por otra parte, más allá de la especulación tenemos una certeza, su legado musical está condenado a la eternidad y sigue constituyendo un reto interpretativo para músicos profesionales y empíricos.
Mozart ha sido admirado por genios del talante de Alfred Einstein, Karl Barth, Theodor Adorno, Gustave Flaubert, Soren Kierkegaard y otros; este último incluso deseó fundar una secta que venerase exclusivamente la música de Mozart, pues consideró su música tan divina que el mismo Dios la escucharía con placer. También Alfred Einstein, que además de físico era un violinista aficionado, dedicó una pequeña parte de su vida a estudiar las composiciones de Mozart desde la mirada de la musicología, ya que consideró al compositor su hermano espiritual del violín, afirmó: “En Mozart descubrimos la verdadera naturaleza de la fantasía, precisamente en la libre estructuración de las partes melódicas, como secuencias de improvisados cambios de atmósfera, que arrastran al oyente a mundos expresivos siempre nuevos. (…) La música, pese a su brevedad, va mucho más allá del resto pretencioso y expresa un estado de ánimo que, del mudo dolor, llega hasta una desesperada incriminación contra el destino” (González, 2006, p. 239)
Ahora bien, nacido en 1756 el compositor Wolfang Amadeus Mozart desde su infancia estuvo sentenciado al reconocimiento, sin embargo, aunque en la posteridad terminó por destacarse como uno de los más grandes músicos de toda la historia, el hombre en cuestión, tuvo que enfrentar en vida una trayectoria adversa, llena de desgracias. Su existencia fue bastante dicotómica, pues su infancia burguesa y bienaventurada se vio contrastada por una adultez llena de contingencias, enfermedades y problemas económicos, que, finalmente, lo llevaron a la muerte temprana.
El niño burgués despertó la admiración general, con solo cuatro años ejecutaba el clavicémbalo, el piano y el violín con destreza, por lo general se presentaba como solista o en compañía de su hermana mayor, María Anna Mozart. El padre, Leopoldo, que era pedagogo y violinista, les había enseñado la destreza de tales instrumentos de cuerda pulsada y frotada con el fin de generar ingresos para la familia; por tal motivo, el primer encuentro del niño con la música fue un encuentro de explotación financiera: el padre administraba el talento de sus hijos en diversos países mediante presentaciones musicales dirigidas a aristócratas y, con ello, mantenía a la familia. En realidad, su hermana María Anna había sido mucho más talentosa que él, siendo el centro en estas presentaciones musicales de la infancia, empero, debido a la escasez de medios de la familia el padre decide casar a su hija a edad temprana para financiar la carrera artística de su hijo mejor, Mozart. En efecto, María Ana se casaría y no volvería jamás a la música, tomando el centro de atención el niño Mozart. El hecho fue lamentable y bastante diciente de los valores de una época en la que los territorios musicales eran irrevocablemente masculinos, puesto que ninguna mujer podía tener gran renombre dentro de la esfera de la música, por ello el talento de María Ana, como tantos otros, fue silenciado.
En cierto modo el caso de Mozart fue el de un gran talento que aprovechó todos los medios que se le ofrecieron, habiendo aprendido a tocar el piano a los 4 años, desde sus inicios mostró tener oído absoluto, al punto de que mucho antes de que leyera el alfabeto ya podía descifrar con experticia cualquier partitura. Su primera composición data de los seis años de edad, una sonata para piano y violín a la que siguieron otras. Sin duda, se trataba de un genio innato.
La vida de Mozart continuaría entre escenarios de la alcurnia, reconocimiento y dinero hasta su muerte, el problema fue la dependencia a la administración de su padre, pues cuando éste muere el compositor se ve de bruces ante una vida desordenada y, sin saber hacer uso efectivo de sus finanzas, padeció una adultez con problemas constantes de salud y apuros económicos; a pesar de ello, serían los años de mayores peripecias los que dieron luz a sus obras más notables.
La vida de Mozart significó infortunio en medio del talento, era reconocido como el mejor pianista de la época y, aun así, padecía una pésima salud. Debido a los frecuentes viajes de su infancia se afectó el desarrollo de su constitución física, y por ende, fue siempre un hombre débil y propenso a enfermedades. La vida ajetreada del niño que asume la responsabilidad económica de su familia le llevó en términos prácticos a una vida enfermiza hasta su muerte, pero Mozart dejaría claro que, a pesar de todo, su trinchera existencial era la música, remedio infalible para las penas, de ahí que se aferrara a ella, única fuente de satisfacción trascendental que consideraría el compositor, afirmando que “la música es el único camino hacia lo trascendente”.
Ni siquiera el amor constituyó objeto de grandes pasiones. En su corta vida se casó una vez, su única y verdadera pasión había sido la música, a la que se entregó de manera absoluta, lo que le dejaba poco tiempo para pensar en romances. Terminó casándose con Constanza Weber, aunque no se tratara de un gran amor, con ella tuvo seis hijos, dos de los cuales fallecieron a los pocos días de nacer.
Mozart falleció a la corta edad de 35 años con una sensación de absoluta soledad. Pasa los últimos años de su vida cada vez más defraudado: un matrimonio desleal, situaciones económicas engorrosas, el trabajo sin descanso para pagar deudas interminables, todos estos hechos notablemente minimizaron la fastuosa vida que se creía que tenía el reconocido pero desgraciado compositor.
La vida solitaria lleva a Mozart a asumir una existencia de estepa; esto es, una vida entregada a la razón más que a las pasiones, ello se vio reflejado en sus composiciones, odas al espíritu de templanza que supo llevar como una virtud. El hecho de no haber tenido en vida ningún testigo excepcional para abrir el alma condujo a Mozart a asumirse en el mutismo y a confesarlo todo únicamente en la música.
Es curioso que sus últimos años constituyeron los peores de su vida y, aun así, en ellos escribió obras inmortales, como la flauta mágica, la sinfonía N.º 41 “Júpiter”, o el réquiem. Este último determinaría su muerte, pues mientras lo escribía confiesa: “el sabor de la muerte está en mis labios… Siento algo que no es de esta tierra”.
En realidad, el Réquiem fue un encargo que le encomendó el conde Walsegg por motivo del fallecimiento de su esposa. Mozart estaba trabajando febrilmente y sabía que estaba cada vez más enfermo; por ende, con mucha dificultad escribe los primeros movimientos, hasta el Lacrimosa; pero la muerte, cada vez más familiar, le arrebata la vida, dejando el Rèquiem inconcluso. Aquella obra que había sido un encargo terminó siendo su propio epitafio. En el réquiem puso sus últimos alientos, tanto así que lo último que escribe son los primeros ocho compases del Lacrimosa, que dicen: “Lacrimosa, dies illa, qua resurget ex favilla. Judicandus homo reus.” [1]
El resto del Réquiem lo terminaría su discípulo Franz Xavier Süssmayr. Ahora bien, el sentido de estas palabras es crucial puesto que el mismo día de su muerte invita a su casa a algunos de sus amigos músicos cercanos para que interpretaran con él el réquiem, con el pretexto de escuchar cómo sonaba lo que había avanzado de la composición. Convaleciente, Mozart interpretó junto a ellos como tenor, en el momento del lacrimosa estalla en lágrimas y solicita no continuar el cometido; esa misma noche, el 5 de diciembre de 1791. (Congrains, 1987, p. 34)
Los recursos musicales del lacrimosa semejan el llanto, es un adiós sublime en el lecho mortuorio. El acompañamiento de las cuerdas frotadas imita suspiros de profundo dolor, puesto que el recurso musical de la composición es propio de la retórica barroca de la suspiratio[2], es decir, lograr un acompañamiento en el que las voces instrumentales semejen pausas de desmoronamiento, de cansancio, de lamento:
Con todo, es lamentable considerar que en el momento de la muerte Mozart fue arrojado a una fosa común, su ceremonia fúnebre fue solitaria y, solo con el tiempo, al comprender la importancia del compositor, se rescataría del olvido para darle el lugar del que en vida poco gozó.
Esta obra fue terminada el 25 de julio de 1788 en Viena. Sin duda, es una de las obras más hermosas del compositor, se construye en medio de la intensidad del cromatismo musical, de la no convencionalidad y de la ambigüedad, digo esto puesto que Mozart había compuesto sus sinfonías hasta ese momento en tonalidades mayores, a excepción de la Sinfonía N.º 25, por ende es la segunda sinfonía que se atreve a componer en tonalidad menor, lo que lleva a considerar que puso en esta obra toda la intensidad de las pasiones, las tristezas de su sentimiento de incomprensión y, por supuesto, la desgracia de su vida práctica.
Toda la sinfonía fue realizada en tan solo tres meses, en los que Mozart estaba pasando una angustiosa crisis existencial. La obra comienza con la emotividad propia del sentimentalismo galante que había caracterizado la tesitura de Mozart, pues dentro de la perfectibilidad de sus formas hace guiños a lo que se avecina: el romanticismo. Sin duda, Mozart marcó el paso de un periodo completamente clásico y da señas para lo que, años después, tomará forma en el romanticismo con Beethoven.
Por otra parte, la potencia imaginativa de esta sinfonía reside en la manera de canalizar, desde la comodidad de la calma, un sin número de peripecias espirituales. Mozart no busca el exceso de expresión, sino el panorama espiritual de la lucha contra la contingencia a partir de su característica pureza de estilo. El primer movimiento está elaborado mediante diversos contrastes dramáticos, tensiones y desazón:
Así, comienza enunciando la tristeza desde la gracia de la belleza distante y melancólica, es una “omnipresente gracia griega” (González, 2006, p. 397), hablando desde su distancia, de la melancolía. También podríamos considerarlo un llamado a la eternidad, puesto que el sentimentalismo galante de Mozart no es más que la razón apelando a los sufrimientos de las pasiones, pero siempre desde la cognitio. Ahora bien, ¿esta obra nació de un impulso interior o de la obediencia a la forma? No lo sabemos, pero sin duda, debemos de admitir que esta obra rompe con los esquemas en los que Mozart había compuesto todas sus anteriores sinfonías, pues en esta no se reserva a la expresión de las pasiones negativas, como el dolor o la tristeza.
El segundo movimiento, andante[5], constituye una calma expresiva que por momentos revela una inagotable tristeza como en el siguiente leitmotiv[6]:
Uno cree que ha terminado la tristeza y, de repente, este leitmotiv lo devuelve al dolor, es un dolor punzante y constante, que se revela en medio de la calma. Es el desconsuelo que se experimenta con altura en medio de la templanza.
Este recatamiento de Mozart en la expresión del sentimiento exalta en la sinfonía N.º 40 toda la divina tristeza, la melancolía inexplicable que se produce ante lo injusto, ante la impotencia, es la voz de un hombre que se ha exhibido constantemente al desgarramiento en su existencia y que, cansado, decide confesar las aristas de su dolor con cautela.
El estudio de Mozart es infinito, uno podría dedicar toda una vida a ello, no solo por la profundidad de sus obras, sino también por la ingente cantidad de obras literarias en las que se inspiró; el músico no solo había disertado sobre el amor, la melancolía o temas de la naturaleza humana, sino que su música indagó a fondo en problemas filosóficos como la soledad o la esperanza. Pensemos, por ejemplo, en su obra K 340/391 Lied An die Einsamkeit (Sé tú mi consuelo) de 1782, compuesta en su estancia en Viena. También se le conoce con el título de “a la soledad” (An die Einsamkeit) basada en un poema de Johann Timotheus Hermes que dice:
“¡Sé tu mi consuelo, secreta soledad!
Martirizado de tantas heridas,
Es en ti en quien me refugio:
Como se calla un enfermo ante el que está sano.
¡Oh soledad, con qué dulzura me reconfortas
Cuando mis fuerzas declinan!
Animado de un ferviente deseo, te busco
Como el caminante desfalleciente
Que busca la sombra.
Oh cara soledad, pon tu dulce encanto
Y apórtame la imagen de la tumba
Con la penumbra de la tarde que nos
Invita a la profunda calma de las bellas noches.” (González, 2006, p. 304)
Este lied es indicador del delicado y sensible dramatismo con que Mozart decide expresar el juego de sentimientos alrededor de la idea de la soledad. En general, en los Lieds que compuso, aunque breves, se denotan expresiones más directas de los sentimientos; en este, encontramos unos cuantos compases cuyo candor melancólico se denota a través de la dulzura de la voz que canta el poema, al son del piano. Es una expresión de dulce sensiblería, pero también, de armonía y cromatismo. Descubrimos un Mozart delicado, dado a la naturaleza de la fantasía y a la indagación de un problema tan filosófico como lo es la soledad. Se trata de una oda a esa gran compañera, la soledad, con quien habría caminado toda su vida, hasta el lecho de muerte.
Congrains, M. E. (1987) Vida y obra de músicos y compositores. Bogotá. Editorial Forja
González, R. (2006) Mozart vida y obra, vol II. Medellín. Editorial Nuevo Hombre
Jankélévitch, V. (2005) La música y lo inefable. Barcelona. Editorial Alpha Decay
[1] “Día de lágrimas aquel día, que se elevará de las cenizas, el hombre culpable.” Por lo demás, las últimas palabras que plasmó en el lacrimosa fueron “judicandus homo reus”, en consonancia con la culpabilidad con que vivió toda su vida, producto de la manipulación de su padre, quien no solo explotó su talento para beneficio propio, sino que también lo culpabilizó de la muerte de su madre haciéndole sentir constantemente insuficiente. Mozart vivió con el fantasma de tal sensación hasta su muerte.
[2] La suspiratio era un recurso musical barroco en el que la melodía semejaba suspiros y lamentos mediante pequeños silencios con el fin de representar una voz entrecortada.
[3] Detalle de las voces instrumentales en suspiratio.
[4] I movimiento.
[5] Indica un tempo lento y tranquilo.
[6] Tema o motivo musical corto que representa una idea.
[7] Detalles, II Movimiento.
[8] Un lied es una canción característica por lo general corta y que tiene como referencia alguna obra literaria o poética, además suele ser escrito para piano y voz.
¿Cómo referenciar?
García Agudelo, Adriana Patricia. “Wolfang Amadeus Mozart, el sentimentalismo galante de la música” Revista Horizonte Independiente (¿Y qué tal sí?). Ed. Nicolás Orozco M., 18 enero 2023. Web. FECHA DE ACCESO.
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