«Emprender un viaje hacia al horizonte» es una de las aventuras más emocionantes en las que podemos embarcarnos los seres humanos. Hay algo muy extraño en usar el horizonte como destino de un viaje: los destinos de los viajes suelen ser puntos geográficos fijos, pero el horizonte —ese límite percibido entre el cielo y la tierra— va cambiando en la medida en que nos movemos. Avanzar hacia el horizonte es, entonces, un reto que nunca será satisfecho, porque este destino se renueva en cada movimiento del viajero y, por ende, obliga al viajero a reconsiderar su propósito a cada paso.
¿Es el horizonte algo real? Su existencia es, si no ficticia, por lo menos extraña: suponemos que las cosas reales existen independientemente de la manera como las percibamos; pero entendemos que el horizonte no existe sin un punto de vista, sin un sujeto que lo observe. Y, aún así, el horizonte está ahí afuera, desplegado en el paisaje que se nos impone, huyendo siempre de quien lo persigue. El horizonte está ahí, invitándonos a emprender el viaje.
Las mutaciones del horizonte son más bien un criterio de verdad. Los terraplanistas deben esforzarse en creer que en algún momento, si viajamos persistentemente hacia el horizonte, llegaremos al borde de La Tierra; pero, por el contrario, tendríamos una gran sorpresa si nos topáramos con el horizonte. El cosmólogo visionario del siglo XVI Giordano Bruno tuvo un sueño en el que se encontró que el horizonte era una cortina que, tras ser desplazada, le reveló la infinitud del universo (simbolizando la falsedad del geocentrismo). En la película The Truman Show, Truman intenta escapar de la gigantesco estudio de grabación en donde ha estado atrapado toda su vida, y este escape se consuma cuando su barco se choca contra el horizonte, revelando que sus sospechas de que lo habían estado engañando eran ciertas. Un horizonte definitivo es una indicador de falsedad. Quien viaja hacia un horizonte verdadero no puede alcanzar jamás su destino, así que tiene que aprender a «amar la trama más que el desenlace» —como dice el poeta. Aunque la existencia del horizonte sea extraña, su percepción no lo es: más que percibir cualidades intrínsecas de los objetos, percibimos de ellos horizontes, es decir, percibimos posibles rumbos de acción de nosotros mismos que configuran los objetos.
Las figuras de los objetos en nuestro campo visual se entrecortan formando horizontes que dependen de nuestro punto de vista. De hecho, nunca percibimos la forma geométrica completa de los objetos, sino que la comprendemos a través de sus horizontes. Imagina que ves que te traen un regalo en una caja forrada: en tu panorama visual no está jamás la forma completa del cubo, sino que aparece más bien una especie de romboide dinámico que conserva una relación entre sus aristas. Sin embargo, percibes una caja, y percibes que puedes safar el moño, rasgar el papel, abrir la tapa y encontrar un presente en su interior. Los objetos que percibimos no solo nos ofrecen cualidades como figuras, colores y texturas, sino que nos ofrecen horizontes de acción. El fenomenólogo Edmund Husserl fue quien llamó a tipo de elementos de la percepción «horizontes», término que confluye con lo que el psicólogo cognitivo James Gibson llamó «ofrecimientos» («affordances», en inglés).
Nuestras experiencias previas influyen en las posibilidades de nuestra percepción, no solo nuestras experiencias sobre objetos similares, sino también nuestras experiencias sobre nuestras capacidades corporales. Si abres el regalo y te encuentras, por ejemplo, una chaqueta diminuta para ti, percibes que no podrás usarla; en cambio, si la abres y encuentras una camiseta de tamaño adecuado, percibes también su usabilidad (término propuesto originalmente por Jakob Nielsen en el ámbito del diseño web). Se podría incluso decir, siguiendo la propuesta de los teóricos de la enacción como Jerome Brumer, que la cognición es precisamente un proceso interactivo de constante actualización del organismo con respecto a sus posibilidades de acción en el mundo, lo cual implicaría que el principal objetivo del aprendizaje no es cargarse de datos y procesos de reacción, sino aprender lo que el mundo nos ofrece y aprender las maneras en la que podemos actuar, en otras palabras, aprender a interactuar con los horizontes (el enfoque enactivo podría llegar a ser la clave no solo para mejorar la educación, sino también para desarrollar mejores sistemas artificiales inteligentes).
Los viajes también nos revelan que nosotros mismos somos una maraña de horizontes no definitivos. Cuando conocemos lugares nuevos, cuando nos aventuramos en retos inusitados, cuando tratamos de comunicarnos con personas que usan códigos que nos resultan extraños, cuando tratamos de adaptarnos a culturas que no son la nuestra, estamos forzando a cambiar el aparente límite entre lo interno y lo externo. El viajero, al contemplar el horizonte, reconoce inagotables rumbos posibles. Cuando decide dirigirse a algún punto de ese panorama, el viajero está explorando en el horizonte sus propias capacidades para desplazarse. Al avanzar y reconocer que su destino va mutando, el viajero tiene que redefinirse a cada paso. Es inevitable: quien viaja hacia el horizonte está haciendo un viaje de autodescubrimiento.
¿Cómo referenciar?
seranhelo. “Viaje al horizonte” Revista Horizonte Independiente (columna filosófica). Ed. Nicolás Orozco M., 30 may. 2020. Web. FECHA DE ACCESO
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