Religión, violencia y tolerancia

Texto de la columna

En el marco del tercer Coloquio de Filosofía de la Religión y la Espiritualidad, el pasado 26 de junio de 2021 tuvo lugar un muy interesante conversatorio titulado “Tolerancia religiosa”. Debo mencionar que lo seguí con mucho interés, pero también sentí la necesidad de pronunciarme sobre algunos puntos de divergencia.

I

En su intervención, Pedro Álvares Sifontes apela al pensamiento de Juan José Tamayo para afirmar que, si miramos el asunto a lo largo de la historia, las más de las veces las religiones se han caracterizado por la intolerancia y el fanatismo. En el mismo Coloquio, el profesor Tamayo efectivamente enunció con toda claridad esta idea repetidas veces. Pero, ¿cómo sabemos que ese ha sido el caso? ¿Cuáles son nuestras bases para sostener que las organizaciones religiosas han sido intolerantes y fanáticas las más de las veces? Podría decirse que mi pregunta es ociosa, pues bastaría con notar la cantidad de pugnas, campañas represivas y hasta combates entre individuos de una organización religiosa y otra por diversos motivos, para concluir que Tamayo y Álvares tienen razón. Sin embargo, creo que mi pregunta no es ociosa. La violencia es escandalosa: el amor compasivo obra en silencio. Pensemos: ¿cuántos asesinatos hacen falta para turbar la percepción de tranquilidad y paz en una comunidad sin antecedentes previos de ella? La respuesta me parece bastante clara, pero apelemos a un ejemplo.

En una parte de Shantaram, una novela semiautobiográfica de Gregory David Roberts, el autor narra los ires y venires de una empobrecida comunidad migrante de Mumbai en la década de 1980 (dado el carácter del libro, puede pensarse que su narración es parcialmente real, y en todo caso está inspirada en la realidad histórica de esta urbe india en aquella época). Como era común entonces, la comunidad estaba compuesta por familias rurales que llegaban a la ciudad a trabajar en una construcción. Carentes de hogar o de cualquier soporte fueran del humilde sueldo que ganaban en la obra, se instalaban en un solar vacío al lado y a punta de varas, lonas y tejas montaban improvisados cambuches que les servían de hogar. Provenientes de muy diversos rincones, los habitantes de este informalísimo vecindario no conocían a nadie en Mumbai ni se conocían entre sí, pero rápidamente formaron comunidad. De hecho, se convirtieron en un indispensable apoyo los unos de los otros.

Un día, sin embargo, se forma una disputa entre dos de los jóvenes de la comunidad. La refriega escala a tal punto que uno de ellos asesina al otro. No había antecedentes. Pugnas sí, obviamente conflictos, pero nada tan grave como un homicidio que había ocurrido entre los habitantes del vecindario. Como lo describe el autor del libro, en ese momento la comunidad perdió su inocencia. He aquí el punto al que quiero llegar: en un mar de solidaridad y apoyo mutuos, la inocencia que de ello proviene se pierde con un asesinato. Un solo asesinato.

Puedo equivocarme, pero mi impresión como habitante de Bogotá es que normalmente los barrios donde más se denuncian robos tienden a ser más bien seguros en relación con el promedio de la ciudad. En cuanto a los mucho menos seguros, la mentalidad parece más cercana a la que cundía en esta urbe a finales del siglo pasado: se daba por sentado que el robo y el atraco eran casi como un fenómeno natural del que uno es responsable por cuidarse. La históricamente más reciente indignación colectiva por la inseguridad de las calles bogotanas estalla irónicamente porque en comparación con unas décadas atrás ha disminuido sensiblemente. Suena paradójico, pero la realidad es que precisamente cuando baja, la inseguridad puede ser percibida por la población no como algo natural, sino como una anomalía que debe ser resuelta. El resultado final, este sí bien paradójico, es que cuando la inseguridad baja lo suficiente, aumenta la percepción general de que todo está muy mal.

Es fácil ignorar lo que está bien y alarmarse cuando algo sale mal. Se ha señalado que este sería de hecho un sesgo psicológico muy humano, una predisposición resultante de los instintos que ayudaron a nuestros ancestros en su dura lucha por la supervivencia. Todo este rodeo permite formular una pregunta y tomársela con toda seriedad: ¿cuánto bien hace falta hacer para que se sostenga una sociedad en la cual, entre otras cosas, pueden ocurrir malas acciones?

Volvamos, pues, al asunto de las organizaciones religiosas. ¿Podemos estar seguros de cuánto bien hacen las personas dentro de su seno, para contrastarlo con el mal que han cometido? He ahí el punto que quise destacar al principio: la violencia es silenciosa, mientras que el amor compasivo obra en silencio. Virtualmente nunca podremos estar seguros de cuánto bien ha hecho una organización religiosa dada en un momento dado de la historia. Pero si ese bien no existiera o fuera escaso, ¿de qué otra manera podría haber sido compatible con la pervivencia de la sociedad en la que se instala, de qué otra manera podría ganar el suficiente crédito de las gentes? O para ir al caso que nos interesa aquí: ¿cuánta intolerancia y fanatismo puede aguantar una sociedad?

No se trata, aclaro, de pasar a la conclusión contraria a la de Álvares y Tamayo: que las organizaciones religiosas no han sido fanáticas e intolerantes las más de las veces. Esto no sería más que darle la vuelta a un punto de vista que de base es inadecuado. Y es inadecuado no por afirmar que históricamente ha habido abundantes ejemplos de intolerancia y fanatismo religiosos, cosa que no se puede negar. La cuestión es si eso nos basta para poner al grueso de las organizaciones religiosas y pesarlas en una balanza de la justicia. ¿Estamos en posición de hacer eso? Es relativamente fácil “medir” el fanatismo e intolerancia de las religiones a lo largo de la historia porque son más fácilmente visibles, ¿pero es tan fácil visibilizar lo opuesto?

Nada de esto es para negar la necesidad de prestarle atención al fanatismo y la intolerancia religiosos hoy, ni mucho menos dejar de darle importancia a la educación para la tolerancia. Todo lo contrario. No es una cuestión menor. Pero no nos ayuda mucho si nos hacemos a una visión de la historia humana desde la pretensión de hacer un balance que no podemos tener a mano. No solamente por esto, sino porque ese balance puede reforzar la idea de que hasta ahora hemos hecho las cosas fundamentalmente mal y por ello sería inevitable hacer borrón y cuenta nueva. Ese sería un gran suicidio cultural y espiritual de la humanidad. El pasado de la humanidad contiene generosos recursos espirituales y morales que, sin dejar de lado una mirada crítica, pueden ayudarnos sustancialmente a afrontar nuestros problemas presentes.

II

Y sobre la tolerancia es que debo hablar para desarrollar mi segundo punto de divergencia. Uno de los puntos de Sergio Henao en su intervención en el debate fue el siguiente: un error en la manera “coloquial” de entender la tolerancia religiosa es, afirma, pensar que se limita a meramente ser capaz de vivir al lado del otro. Pero eso no sería, continúa, un reconocimiento real: no implica algo muy importante, a saber, la capacidad de reconocer que hay riqueza en la perspectiva de los otros. Dicho muy brevemente, hay tolerancia negativa y tolerancia positiva, y no debemos descuidar la segunda.

Puesto así, concuerdo claramente con él en este punto. Pero no puedo dejar de pensar que exagera. Afirmar que la “acepción coloquial” de tolerancia (tolerancia negativa) está básicamente (si bien no del todo) equivocada es no apreciar de dónde ha surgido la necesidad de la tolerancia entendida en ese sentido. Ha surgido allí en situaciones donde realmente se da que la gente se mata entre sí, persigue, violenta a otros por motivos religiosos (entre otros), o hay riesgo de que pase. No es una cuestión menor lograr que las personas puedan vivir una al lado de la otra sin la tentación de querer matarse. A partir de eso lo demás aparece en nuestro horizonte de posibilidad, incluyendo la posibilidad de reconocer riqueza en la perspectiva del otro.

No es fácil apreciar el valor de que unas personas no se vayan constantemente a las armas por motivos religiosos cuando uno vive en una sociedad donde eso no pasa. Pero es necesario. Con todo y lo dicho, con todo y las garantías legales efectivas de protección a las libertades religiosas con que contamos en el seno de un Estado como el colombiano (donde no es fácil esperar que las garantías legales sean efectivas en la mayoría de los asuntos públicos), no dejamos de afrontar problemas a ese respecto: muchas veces observamos instituciones educativas que intentan forzar el catolicismo en estudiantes que no lo profesan, individuos que utilizan las redes sociales u otros medios similares para declarar que quienes no creen en Dios son todos malvados y se irán al infierno, organizaciones religiosas que monopolizan algún frente u otro de obra social, inclusive grupos de ellas que se reúnen para apoyar políticas violatorias de las libertades de culto y de conciencia.

Así pues, en general estoy de acuerdo con mi amigo y colega Sergio Henao en la necesidad de valorar la tolerancia positiva. Incluso es entendible por qué juzga como “limitada” la tolerancia negativa. Pero corremos el riesgo de minusvalorarla y ese no es un lujo que podamos permitirnos. No debe dejar de insistirse en ella. Todo paso más allá de expresiones de intolerancia como las que ejemplificaba hace un momento es una ganancia para toda la sociedad. Concuerdo en que eso no es suficiente, pero como dice el Dao Dejing (Tao Teking): toda gran expedición comienza con un primer paso. Y en la construcción de una sociedad colombiana plural y tolerante nos queda mucho camino por recorrer, pero hemos dado varios pasos. No debemos minusvalorarlos de ninguna manera.

III

Quisiera tratar ahora en conjunto los dos puntos de divergencia que he expuesto hasta aquí. He expuesto mis reparos a la afirmación de que las religiones han sido (sin más) mayormente intolerantes, y a la afirmación de que la tolerancia negativa es grosso modo inadecuada. No he querido ponerme diametralmente en contra de estos dos puntos porque me parece que contienen algo de verdad, o apuntan hacia ella. Pero a su vez considero que tienen importantes limitaciones. Ese ha sido el espíritu de mi intervención con estas pocas líneas.

Ahora bien, podríamos cavar incluso un poco más hondo en el examen crítico de estas dos sentencias. Me parece que ambas hallan su raíz en un sesgo en nuestra comprensión común sobre lo religioso, de manera que si seguimos por el curso que ellas señalan nuestra comprensión de lo religioso sigue viéndose truncada. Ese sesgo no es más que una cierta visión ilustrada de la religión, una actualmente muy influyente: la idea de que la religión es esencialmente intolerante porque esencialmente consiste en creer sin lugar a dudas una serie de afirmaciones sobre cómo son últimamente las cosas y sostener esta afirmación delante de cualquier circunstancia o de cualquier otra manera de creer. Desnudar este sesgo es importante no porque crea que Álvares o Henao lo compartan. De hecho, entiendo que ellos quieren precisamente tomar distancia crítica de él.

Pues bien: tras tomar distancia crítica de este particular pero muy influyente sesgo ilustrado, una cosa clave que podemos observar es que la intolerancia, el fanatismo y otros ogros así provienen de un miedo humano básico: el miedo al caos. Y ese miedo se reproduce en el temor al “otro”, al ajeno, al diferente —el miedo a lo diferente, como dice Álvares. Sobre esa base podemos entender que de hecho el ogro de la violencia contra el otro puede atacar en cualquier dimensión de la vida social, pero en todo caso conviene seguir poniendo énfasis en la manera como ataca la dimensión religiosa, porque es en ese plano donde se pone en juego socialmente la encrucijada de la fe: la prueba que a cada cual nos pone la vida para ver si logramos confiar en lo desconocido (esta manera de expresar el punto puede sonar excesivamente teleológica, pero espero se entienda).

La violencia es escandalosa. El amor compasivo es sutil. Eso no nos permite apreciar que si juzgamos que las religiones han sido mayoritariamente violentas es porque la violencia siempre es bastante más visible. Además, no es fácilmente abordable porque tiende a escalar: como un incendio en un bosque seco, resulta enormemente trabajoso contenerlo, especialmente en las numerosas circunstancias en que muchos tratan de apagarlo lanzándole más combustible. Para poder apreciar el legado positivo de las religiones necesitamos aprender a apreciar la labor de los actores invisibles de la historia. Y esos actores fueron los que preservaron las prédicas y ejemplos que llamaban al amor, la paz, la justicia… Sin esa transmisión, no podríamos ni imaginarnos conceptos como los de derechos humanos. Quizá ni siquiera estaríamos aquí, relativamente seguros y tranquilos en comparación con muchos de nuestros ancestros, en condiciones de discutir todos estos temas.

 

Referencia:

Álvarez Sifontes, Pedro; Hincapié, Cristina; y Henao López, Sergio, panelistas. Tolerancia Religiosa. Coloquio Filosofía de la Religión & de la Espiritualidad. Revista Horizonte Independiente. 26 jun. 2021. Web. https://www.youtube.com/watch?v=0eaH5tEH9zs&t=926s

¿Cómo referenciar?
Barbosa Cepeda, Carlos. “Religión, violencia y tolerancia” Revista Horizonte Independiente (columna filosófica). Ed. Nicolás Orozco M., 01 sept. 2021. Web. FECHA DE ACCESO. 

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