Por qué limitar la formación humanística al acervo occidental es una pésima idea

Resumen

No pocas veces llegué a escuchar profesores en aulas de ambos lados del Atlántico decir que estaba bien abrirse a los conocimientos y la cultura de otras civilizaciones, pero primero era necesario tener una firme base en “nuestra” civilización occidental. La razón: antes de conocer otras culturas y civilizaciones, debemos tener una clara y profunda noción del suelo desde el cual observamos. No hay lugar a dudas: debemos tener una clara autoconciencia de nuestra posición, del suelo donde plantamos nuestros pies. No obstante, lo que me he encontrado con la experiencia es que tal autoconciencia no es posible si nos acogemos al consejo de los profesores a los que aludí al principio. Me temo que si han insistido en este consejo es porque les sirve de excusa para mantener la formación humanística de las escuelas y universidades igual a como ha sido hasta ahora: fundamentalmente occidental. Y no: no puede ser.

Texto de la columna

Otras culturas no nos muestran meramente maneras diversas de pensar, sentir u obrar: más aún, tienen el poder de ser espejos que nos muestran a nosotros mismos quiénes somos. La relación entre una cultura y su núcleo, desde el cual esta se configura y despliega, es como la relación entre el campo visual y el ojo: el ojo no se puede ver a sí mismo pero, precisamente gracias a ello, la visión es posible. Para cobrar consciencia de sí mismo (por así decir), el ojo requiere de un espejo, de una realidad que caiga en su campo visual pero no como un objeto más. Esto funciona inclusive a nivel individual: las otras personas, inclusive hermanos o primos nuestros en el reino animal, nos observan y con ello nos dan ocasión de descubrir por primera vez quiénes somos.

En efecto, necesitamos una sólida noción de quiénes somos si queremos entender otras culturas o civilizaciones. Pero si no dirigimos la mirada hacia ellas, si estas no nos sirven de espejo para observarnos en tanto cultura, quizá podríamos adquirir una noción sólida de quiénes somos, pero no una noción suficientemente atinada. Visto así, ¿cuál es el motivo que queda para sostener que debemos primero estudiar el acervo occidental para luego sí aventurarse por otras vías?

En fin, considero que el estudio de otros acervos culturales es tan importante como el occidental. Es decir, para poner algunos ejemplos concretos, en la escuela y la universidad tiene igual relevancia estudiar a Confucio o a los tlamatinime que a Platón; leer el Mahabharata o los mitos amazónicos tanto como la Odisea; aprender a apreciar la ópera de Beijing o el canto gutural mongol tanto como la ópera italiana; contemplar los grabados de Hokusai o el arte africano tanto como las pinturas de da Vinci.

Las civilizaciones se pueden mirar unas a otras como espejos, y de ese modo cada cual reconocerse por primera vez a sí misma. Esta autoconciencia es fundamental para la humanidad de diversas maneras. Una de ellas es el reconocimiento de que no hay culturas puras. Durante toda la historia, en los distintos pueblos, se han estado prestando motivos, maneras, símbolos y técnicas unos a otros; y en el proceso cada cual no solamente se ha transformado, sino que ha encontrado ocasión para crear algo nuevo. A la luz de esta consideración resulta que continuar centrando la educación humanística de Europa y América en el acervo occidental perpetuaría la falsa idea de que Occidente, grosso modo, se hizo a sí mismo (sí es que, de hecho, ¡para perpetuar tal idea fue que la formación humanística europea se diseño en el siglo XIX!).

Pero no se queda ahí la lista de agravios que inflingiríamos a las nuevas generaciones si perpetuamos ese sesgo. Fuera de lo ya mencionado, el sesgo nos haría extremadamente difícil dejar de presentar a las otras civilizaciones como si fueran seres ajenos, otros, extraños. Y si no frenamos esa percepción, será muy difícil evitar que se sigan convirtiendo en objeto de rechazo o incluso agresión. El mero discurso políticamente correcto de la tolerancia y la solidaridad global no basta para evitar tales peligros, como lo atestiguan las variadas reacciones nacionalistas, o xenófobas, al mismo en años recientes. Sin una educación humanística amplia y profundamente intercultural, plural, diversa y, en últimas, global, tal discurso no es más que un hermoso cascarón vacío.

Peor aún: un concienzudo análisis de la “sombra” que para la civilización occidental constituye su pasado colonial que no puede hacerse sino a la luz de la confrontación informada y rigurosa de Occidente con otras civilizaciones. Que cómo puede hacerse eso sin que los estudiantes estén expuestos a esa amplia formación intercultural desde el principio es, francamente, el mayor de los misterios. Sea como sea, el precio que paga toda la humanidad por esta carencia es que nos hallamos impotentes para desatar los nudos gordianos que son los choques entre las potencias Occidentales y China, Irán o varias fuerzas políticas en el mundo islámico.

América Latina vive una situación en cierto sentido más crítica. Fuera de hallarse encallada en medio del rifirrafe entre las potencias, se ve a gatas para reconocerse a sí misma. Al menos la población europea o norteamericana se puede identificar de manera poco problemática con la herencia cultural occidental. Pero nosotros no somos ni Europa ni Norteamérica. Que nuestra formación humanística sea preponderamente occidental nos pone en la situación de un hijo bastardo que luchar por entrar en la familia de su padre pero al tiempo se piensa constantemente indigno de ello. Demasiado tiempo hemos visto nuestra herencia indígena, africana y mestiza como una tara que nos impide ser “buenos occidentales”. No sin razón han surgido numerosas formas de reacción a esta injusta forma de autonegación a lo que nos hemos visto sometidos. Cada vez más se reconoce la necesidad de invertir la situación, es decir, dejar de ver la diversidad de nuestra herencia cultural como una tara y empezar a verla como una gran fortaleza.

La gran ironía es: ¿se han incorporado notablmente las las filosofías, artes, músicas, en suma, las culturas amerindias, africanas, mestizas a las clases de filosofía, literatura o arte en América Latina? Tristemente, la pregunta casi se responde sola… Mientras en las aulas no se estudien los textos y obras aztecas, mayas, kamëntsá, inca o guaraní al lado de sus pares europeos, el discurso del orgullo latinoamericano permanecerá siendo un cascarón vacío. Y nos quedará muy difícil salir del complejo de hijo bastardo.

Quisiera volver, pues, al punto que toqué inicialmente, pero a la vez quisiera observarlo desde América Latina. No pocas veces había oído ya, y sospecho que seguiré oyendo: “sí, conozcamos otras civilizaciones, pero primero conozcamos la nuestra”. El problema es que ese “nuestra” es identificado rápidamente con Occidente. ¿Pero de dónde sacamos que la civilización occidental es la nuestra? No somos occidentales. Quiero decir: no solamente somos occidentales.

Es más, si bien desde este rincón del mundo podemos notarlo claramente, eso no quiere decir que Europa o Norteamérica puedan identificarse meramente con Occidente sin problemas. Occidente es hijo de numerosas influencias exteriores, no menos que cualquier otra civilización. Somos hijos de un mundo con varias raíces: como lo diría Raimon Panikkar, las culturas se han interfecundado profundamente a lo largo de la historia, así que no hay ninguna cultura “pura”. Ahora bien, al menos desde el siglo XX semejante realidad de la interfecundación es mucho más intensa y mucho más profunda. El mundo contemporáneo es un mundo profundamente interconectado. Es una aldea global. Por cliché que suene la expresión, apunta a una realidad, que un pensador como Nishida Kitarō reconoció y enfrentó con toda decisión: las masivas y profundas relaciones de interdependencia entre pueblos, naciones y Estados han configurado por primera vez un mundo global. Para bien o paral mal, esa es nuestra realidad. Y esa realidad no tiene reversa. Así las cosas, una formación humanística que responda a las necesidades del presente mundo global no puede ser sino global.

Sospecho, no obstante, que el principal obstáculo para lograrlo es, en el fondo, el miedo. Es fácil identificar que el cambio necesario solo puede ser radical. Ese tipo de transformaciones siempre causan un enorme temor. Es el temor de sentirse al borde de un abismo, mientras uno oye constantes reclamos de que salte. Resulta entendible que la tarea es muy difícil y retadora. Pero la situación como está no es sostenible. No queda más remedio que aprender a volar y dar el salto.

¿Cómo referenciar?
Barbosa Cepeda, Carlos. “Por qué limitar la formación humanística al acervo occidental es una pésima idea” Revista Horizonte Independiente (columna filosófica). Ed. Nicolás Orozco M., 06 may. 2021. Web. FECHA DE ACCESO. 

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