Apelar a la vida es el recurso más instintivo de nuestra especie y por lo mismo puede resultar tan bello como siniestro. Tanto la persona diagnosticada con VIH como la que no, quieren vivir. Ambas tendrán que identificar y derrumbar sus prejuicios frente a la enfermedad, la primera para incorporarse a un programa de tratamiento que le permita continuar de la mejor manera posible con su vida, incluso buscando alcanzar la supresión viral, y la segunda para evitar la estigmatización y la reproducción o viralización de contenido prejuicioso y desinformativo que, como lo advierten las estadísticas epidemiológicas de VIHCOL y CAC, aumentan el desconocimiento y la propagación del virus.
La pedagogía sanitaria ha sido esencial para combatir la más reciente pandemia. Las naciones tomaron medidas, destinaron recursos y alzaron la voz para investigar y enfrentar al Covid-19. Igualmente, la sociedad reaccionó, se adaptó. La mayoría hizo parte de su rutina la constante desinfección, portaban tapabocas y otros elementos de protección y si bien es una lucha que no ha terminado, al menos no la hemos ignorado o estigmatizado. A pesar de que ha fluido mucha información falsa, en un plano general hemos adquirido una conciencia y responsabilidad sanitaria y más biosegura. Ahora bien, la reflexión que motiva al presente texto es por qué no extendemos esos esfuerzos estatales y sociales a un virus tan contagioso y mortal como lo es el VIH.
Si nuestra prioridad es la vida, no puede bastar con reformas a las guías médicas en el trato de esta enfermedad, no puede ser suficiente que solo epidemiólogos, doctores especializados y autodidactas, pacientes o curiosos sean quienes conozcan y entiendan realmente el virus. No se puede quedar de brazos cruzados ante la falta de educación que genera tanto rechazo hacia los seropositivos. No se le puede dar la espalda a las regiones del país que no tienen condiciones sanitarias para la prevención del virus ni acceso o recursos para hacer parte de los programas de detección y tratamiento del virus.
Sobre esto último, hay que resaltar con profunda tristeza y preocupación que, además de Bogotá, no son más de tres ciudades en el país las que logran estadísticas por encima de la media nacional en el número de pacientes diagnosticados con VIH, el número de esos que reciben el tratamiento y el de los pacientes que alcanzan la supresión viral. Cabe recordar que el objetivo planteado por la ONUSIDA es la estrategia 90 90 90, es decir, que los números de los que estamos hablando deberían alcanzar el 90% cada uno. Si bien en Colombia ya no se alcanzó esa cifra para la fecha propuesta, que era el 2020, hay que fortalecer los esfuerzos para alcanzar dicho objetivo porque hay mucho camino por recorrer y muchas barreras por superar.
Parece que el silencio, la soledad y la pronta muerte son cláusulas irrevocables del resultado positivo para VIH. Este tipo de enfermos se convierten en marginados, sus oportunidades laborales, sociales y familiares se reducen tanto como la crueldad humana permite. Estamos acostumbrados a relegarlos a una minoría más de la cual se puede seguir prescindiendo si nos da la gana; si la empatía y la humanidad nos cuestan. Cabe preguntarse cómo habríamos actuado contra el Coronavirus si para contagiarse fuese necesario algún tipo de rasgo o de estado socioeconómico propio de una minoría.
Por otro lado, es de aplaudir el esfuerzo de esas comunidades e instituciones que realmente se han preocupado por el Virus de Inmunodeficiencia Humana, por darle visibilidad a la realidad de lo que es y lo que significa, por revitalizar física y emocionalmente a los diagnosticados con el virus, por buscar recursos económicos y humanos para la investigación, detección y tratamiento del mismo. Pero la realidad es que no es suficiente porque, más allá de que aún no hay cura definitiva, la estigmatización y la desinformación siguen siendo los barrotes tras los que pretendemos recluir al virus y sus víctimas. Hablando desde el mundo que narra Antonio Santa Ana en uno de sus más exitosos libros, nos hace falta mirar con ojos de perro siberiano; desde el amor y la ausencia de prejuicios, para apoyar, acompañar y tratar a nuestros Ezequieles y prevenir su propagación.
Nos hace falta corazón y esfuerzo y responsabilidad social para combatir este virus que, como la corrupción en nuestra sociedad colombiana, se instala en aquellos agentes con el poder y la responsabilidad de cuidarnos y los corroe hasta destruirlos, dejándonos cada vez más a la deriva y nos sentencia a no poder aguantar cualquier golpe que venga en el camino si no hacemos algo al respecto. En tanto sociedad somos posibilidad; podremos no ser la solución definitiva pero sí somos terapia antirretroviral; somos el medio para aguantar, luchar y construir el mejor futuro posible.
Martínez Buitrago E., Terapia antirretroviral en la vida real: evidenciando los retos para alcanzar el último 90. Infectio 2017; 21(3):139-140 (http://dx.doi.org/10.22354/in.v21i3.669)
Santa Ana, Antonio. (1998). Los ojos del perro siberiano. Norma S.A
http://www.unaids.org/en/resources/documents/2014/90-90-90.
¿Cómo referenciar?
Kling, Friedrich Stefan. “No hay VIHDA en Colombia” Revista Horizonte Independiente (¿Y qué tal sí?). Ed. Nicolás Orozco M., 03 dic. 2021. Web. FECHA DE ACCESO.
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