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Jorge Bejarano Useche

Doctor en filosofía de la Universidad del Valle

Ciclo II de “Las humanidades en…”

Las humanidades en tiempos de pandemia: una reflexión filosófica

“Las humanidades” en “tiempos de pandemia”, significa afirmar la existencia e insistencia de las humanidades en medio de unas determinadas condiciones y circunstancias. Y quizás no haya mejor momento, quizás no haya momento ni circunstancia más propicia, más pertinente y oportuna (a la manera del Kairós griego), que la que vivimos actualmente en medio de la pandemia del Covid-19 para reivindicar las humanidades, es decir, para meditar profunda y seriamente acerca de lo que somos nosotros mismos y acerca de los problemas que más nos involucran, los que más nos inquietan, nos comprometen y violentan tanto a nivel local como global. Ello no sólo por la condición de estar atravesando una crisis que concierne a todo el pueblo (Pan-demos: “todo el pueblo”),  sino para, insisto, llamar la atención sobre los problemas que actualmente más se ponen de relieve, los que quizás el virus ha desatado, o ha hecho más visibles y que, posiblemente, la mayor parte del tiempo han permanecido ocultos, invisibilizados por nuestra “normalidad” o “normalización” cotidianas como, por ejemplo, el grave problema del sistema de salud que el neoliberalismo ha debilitado tanto como derecho fundamental en medio de las sociedades capitalistas. Todo ello tanto más cuanto que ese “acontecimiento de todos los acontecimientos” que es la muerte toca a la puerta y acecha de manera tan próxima, tan violenta, tan inminente y –la más de las veces– tan inevitable para una buena mayoría de seres humano. Así que, ¿hasta qué punto, ética, social, económica y políticamente, estaríamos en condiciones de poner a prueba la frase de Blaise Pascal en sus Pensamientos, según la cual, dice, “[…] he descubierto que toda la desgracia de los hombres viene de una sola cosa: el no saber quedarse tranquilos en una habitación.” (pensamiento 139)? Justamente: en Colombia nos dimos cuenta que no estábamos preparados ni estamos en condiciones para una tal pretensión social, política, económica, ética, moral o espiritual… ¡puesto que hasta el espíritu necesita de alimento y de techo para una tal pretensión a la “tranquilidad”! Esa afirmación de Pascal, como reproche al animal perpetuamente inquieto que es el ser humano, presupone efectivamente, a mi criterio, un problema mucho más esencial que es el de las condiciones sociales, económicas y políticas de una población o de una colectividad dadas. Puesto que los hombres no se quedan tranquilos en una habitación al menos, a mi parecer, por dos posibles razones: o bien por verdadera y real necesidad de supervivencia, o bien por libre capricho. Siendo el libre capricho, en nuestras circunstancias actuales, un lujo de pocos, por lo cual las humanidades deben salir del quietismo contemplativo y burgués hacia una real necesidad de acción y de pensamiento. Es quizás lo que Arthur Schopenhauer caracterizó como la oscilación perpetua y sufriente de la humanidad entre la más pura necesidad y el más espantoso tedio… tedio que las humanidades, considero, no poseen actualmente como lujo: ellas, más que nunca, han de volver a las cosas que constituyen lo más esencial de nuestras vidas, entre ellas, lo político, es decir, el problema de las exigencias de la vida colectiva y de la intersubjetividad, del ser-con-el-otro, puesto que, como decía Félix Guattari, “antes del ser está la política”. Podría parecer irónico, pero es precisamente porque estamos llamados al aislamiento, al confinamiento, a la distancia social y colectiva, a la eliminación del contacto, que debemos volvernos más sociales y más colectivos que nunca, más sensibles y más humanos ya que es desde el fondo de la soledad que puede hacerse y crearse cualquier tipo de encuentro, un encuentro, a la manera de Paul Klee, como el del “pueblo que falta” y “del cual tenemos tanta necesidad”. De ahí se medirá la capacidad que tengamos de unirnos desde la distancia y de afrontar un enemigo común. Puesto que es desde la impotencia que se logra desplegar toda la potencia de una colectividad o de un pueblo por crear. Es desde la obra futura que medimos nuestra impotencia presente, y es desde nuestra impotencia pasada que medimos nuestra potencia actual…
La humanidad y la vida sobre la tierra han de alcanzar entonces ese punto en que “la impotencia se convierte en nueva potencia”, cuando, por ejemplo, lo imposible político deviene lo intolerable ético y la condición de la acción revolucionaria… o cuando la muerte como impotencia, contra la muerte misma, se vuelve nueva vida y nueva potencia, cargada de intensidades… Lo impotenciante y lo imposible han de volvernos entonces capaces de acción, han de ser el límite provocador y generador de potencia, de movimiento, de nuevas cosas para nuevos devenires, de nuevos posibles; es quizás lo que el existencialismo -que es un humanismo- llamaba “obrar sin esperanza”, o lo que Gilles Deleuze –a pesar de no ser humanista- denominaba “agotar lo posible” Así, el coronavirus nos ha venido mostrando -para el caso de muchos países, entre ellos Colombia-, con una agudeza, una violencia e intensidad casi sin precedentes –y de manera quizás insospechada–, la cruda y cruel realidad desde la cual llevamos tantos años viviendo, esa “insoportable” e “impotenciante” cotidianidad que todos cargamos sin sentido, con esa tan repartida esperanza e ilusión de “un futuro mejor”, cuando, muy por el contrario, evidentemente, nos dirigimos a ciegas hacia el abismo colectivo, sea por los efectos de la miseria material y espiritual del capitalismo y del neoliberalismo actuales –los que someten al hombre a una “servidumbre maquínica” y a un “control continuo” sobre las acciones (lo que Deleuze llamaba “sociedades de control” y Michel Foucault “sociedades de seguridad”)–, sea por la catástrofe ambiental y ecológica del planeta. Las humanidades entonces existen e insisten de forma activa como diagnóstico, como análisis y como denuncia de todas las bajezas de nuestro presente, de todo lo insoportable, lo abyecto, lo demoledor y estúpido de nuestro presente, en fin, de todo aquello que aplasta e impide la vida, de todo aquello que está contra la vida y sus derechos.
De tal manera que, en medio de la pandemia del Covid-19, mucho se repite que las humanidades no tienen nada que decir hasta que las cosas pasen, se decanten, o, dicho de otro modo, hasta que los acontecimientos se produzcan, se realicen, se cumplan y terminen de pasar. El pensamiento, entonces, bajo su modalidad de “inteligencia”, o bien enmudece, o bien reflexiona, es decir, refleja analíticamente lo que “ya pasó”, yendo detrás del acontecimiento, rastreándolo, acechándolo, esperando los “datos”, es decir, las intuiciones, para, por fin, ya después, “reaccionar” y entonces, “hacer” algo. La inteligencia tiende entonces a retardar el acontecimiento, tiende a darle una duración para tener tiempo de reaccionar –la más de las veces, sino siempre, fracasando–, para poder dividir el acontecimiento analíticamente al infinito, y así poder examinarlo, evaluarlo, descomponerlo, y, eventualmente, cuando el acontecimiento ha mutado, poder juzgar la realidad. Es decir que no coincidimos con lo que Henri Bergson llamaba “las sinuosidades de lo real”: nuestro cuerpo y nuestro pensamiento son simples móviles del movimiento, es decir, no coinciden con el movimiento mismo, resultan ser pliegues, retardaciones o desaceleraciones de lo viviente, condensaciones o detenciones de movimiento, reflejos analíticos de lo “real” que, sin embargo, se produce incesantemente a nuestras espaldas, o en el preciso instante en que parpadeamos. Somos como un espejo que refleja el pasado en el presente, que solidifica todo lo que toca, y deja escapar lo que pasa, lo que fluye, el acontecimiento: toda nuestra inteligencia se vuelve retrospectiva, ya que no percibimos más que “efectos” y se nos escapan las “causas”, es decir, la realidad misma del tiempo y de las cosas… se nos escapa su “duración” a fuerza de querer reconstituirla artificialmente mediante nuestras representaciones. Es lo que Wilhelm Friedrich Hegel decía de los filósofos, que siempre llegan demasiado tarde al acontecimiento, que siempre deben esperar a que las cosas sucedan para poder reflexionar sobre ellas.
Ahora bien, sabemos que en gran medida éstas son las humanidades tal y como las han concebido muchos filósofos desde Immanuel Kant y Hegel, donde los “hechos” –quid facti– dan lugar, luego, a la pregunta por los “derechos” –quid juris-–, es decir, a la pregunta por las condiciones de posibilidad de esos hechos, o sobre cómo algo, un hecho cualquiera, un fenómeno, ha sido posible. De ahí la pretensión de construir retrospectivamente el horizonte de todo lo pensable y de todo lo posible, el fundamento mismo de lo real a partir, por ejemplo, de lo a priori, o de lo absoluto, o de los universales como condiciones de posibilidad de hechos concretos. Lo real queda entonces determinado y sobre-determinado por lo posible, es decir, por el fundamento –sea éste lógico, epistemológico o metafísico–, cuyas condiciones las humanidades intentan determinar para alzarse al título de “ciencias” o de disciplinas rigurosas y “trascendentales”. Así, el fin en las humanidades siempre ha sido el mismo: lograr una coincidencia entre Pensar y Ser, entre Logos y Physis, entre “teoría” y “práctica”, es decir, entre el acto mismo de pensar y lo que sucede o se produce incesantemente; o, para decirlo de manera más contemporánea, entre el Pensamiento y el Acontecimiento –siendo el pensamiento un acontecimiento más entre los acontecimientos. Todo ello, evidentemente, no con el fin exacto de previsualizar o de predecir todo acontecimiento o experiencia posible y pensable –aunque, de alguna manera, esa haya sido la pretensión científica a lo universal y necesario–, sino, sobre todo, para lograr el sistema de los sistemas: sistema humanista y de pensamiento como fundamento del que dependerían los demás sistemas, es decir, los sistemas físicos, vivientes, sociales, psíquicos, colectivos y políticos… o sea en últimas, el “sistema perfecto” que piense antes que los seres humanos particulares tengan que pensar, una lógica supra-personal o incluso una metafísica perfecta, universal y necesaria que piense antes que cualquier existencia fáctica, singular, personal y contingente… en suma, superar lo dado anticipándolo, sustituyendo, al fin de cuentas, el acontecimiento por el sistema.
Es decir que el ejercicio mismo de pensar quedaría anulado, o, mejor dicho, quedaría supuestamente objetivado: las humanidades ya no serán más necesarias, no se requerirá ninguna intervención subjetiva –como relación de sí consigo mismo– dentro del sistema subjetividad humana que pondría en riesgo al sistema mismo….
Pero sabemos que el pensamiento contemporáneo, sobre todo después de Friedrich Nietzsche, surge de la crisis y del fracaso de los sistemas, de la crisis de las ciencias y de las humanidades como pretensiones al fundamento y al sistema completo y perfecto del pensamiento o de la “representación infinita”, donde la subjetividad singular y contingente, “imperfecta”, humana –demasiado humana– y eternamente inacabada, se diluiría en esa coincidencia absoluta entre Pensamiento y Acontecimiento. Las humanidades se vuelven desde entonces material de relleno, un saber secundario sin importancia real dentro del sistema, pura cháchara o palabrería hueca sin resonancia, sin sustancia, sin necesidad, pura teoría abstracta, puro idealismo sin consecuencias en lo concreto, en lo real y en lo material… Podríamos decir, en consecuencia, que gracias a Nietzsche, Edmund Husserl (con su Crisis de las ciencias europeas y la fenomenología trascendental) y Martin Heidegger (con su Carta sobre el humanismo y su Proposición del fundamento), entre otros, el pensamiento contemporáneo nace de una ruptura, de un desajuste, de un desgarro o de una disyuntiva entre Pensar y Ser, tal y como, en la aurora del pensar occidental de los presocráticos (puesto que, nos dice Heidegger en su Carta sobre el humanismo: “Todo humanismo se basa en una metafísica, excepto cuando se convierte él mismo en el fundamento de tal metafísica” (p. 4)), nacieron después las humanidades a partir del mismo problema entre Pensar y Ser; una especie de desvío azaroso que demandaría, más que nunca, la necesidad de pensar de las humanidades, es decir, de la subjetividad –infra, trans, supra o post humana. Y subjetividad entendida aquí como la relación consigo mismo “conócete a ti mismo” que se forja después y gracias a la relación con los otros, es decir, gracias a la intersubjetividad y al lenguaje.
Entonces, las humanidades en estos tiempos de pandemia, en nuestra contemporaneidad, están intempestivamente ante un desgarro del sistema, están ante un desvío azaroso, un –esta vez sí. Acontecimiento que ha desbordado, así sea transitoriamente, al Sistema mismo del pensamiento como inteligencia humana y al fundamento de lo posible y de lo humanamente cognoscible… se diría que algo se ha fugado o se ha fisurado en el sistema de lo pensable, en el horizonte de lo posible, y ante esta crisis, ante este fragmento de caos, estamos entonces en la exigencia, más que nunca, de cultivar (Paideia) y de enriquecer esa relación con nosotros mismos a partir de la cual surja el pensamiento, la educación y la cultura como necesidades reales de pensar, de crear y de actuar, desde el recogimiento, desde el aislamiento, el confinamiento, la cuarentena, el “Permanecer –ojalá– “tranquilos” en una habitación.”
Pero, como ya decíamos, la crisis de la pandemia pone en relieve todos los problemas cotidianamente ocultos y normalizados, los más esenciales, de tal manera que interpelaríamos desde aquí a Pascal, a la filosofía y a las humanidades en general preguntando: ¿y quienes no tengan una “habitación” donde darse el lujo de buscar dicha “tranquilidad”? Y si, además, la condición para esa “tranquilidad” es asegurar como mínimo el alimento, la subsistencia, por lo menos durante el aislamiento y el confinamiento, ¿cómo lo lograrán aquellas numerosas familias que viven del día a día y no tienen su sustento? ¿O que dependen del pequeño capital privado? Preguntas obvias que llaman a las humanidades a bajarse de las nubes teóricas de su pretensión eterna al fundamento de los fundamentos o al sistema de los sistemas y que la llaman a devenir política, intempestiva, es decir, interesada en los temas más actuales, esenciales y singulares de una vida humana digna, a partir de los cuales, seguramente, los demás problemas cobrarán cada uno su merecido grado de importancia, de urgencia y de necesidad. Las humanidades, a mi parecer, deben entonces devenir más políticas y más sociales que nunca, más colectivas, más revolucionarias, menos individualistas y egoístas. No podemos entrar a la oscuridad, al abismo, sin resistir, sin reivindicar nuestra dignidad y nuestros derechos humanos.
En tiempos de pandemia, en tiempos de crisis, las humanidades deben demostrar su función y su sentido no como la anticipación sistemática y totalizante de todo acontecimiento y de toda experiencia posible –pasada presente y futura– (deviniendo así, por lo demás, la tiranía dentro del pensamiento mismo que le dice a las subjetividades –a las relaciones de sí consigo mismas– cómo deben pensar, cómo deben vivir, cómo deben comportarse y actuar…); las humanidades, más bien como intempestivas, como inactuales, han de diagnosticar y evaluar su presente, su propia actualidad, para “hacer ver” o “hacer pensar” lo esencial del Pensamiento y del Acontecimiento, o en términos menos clásicos, menos “esencialistas”, para “hacer ver” o “hacer pensar” el Sentido del Acontecimiento mismo, el que nos interpela a ser dignos de él, a estar a su altura, con el fin de construir la vida en común, “el pueblo que falta”, la sociedad que necesitamos y que, por derecho, todos nos merecemos… un derecho al pensamiento, un derecho a la subjetividad, un derecho a las humanidades, un derecho a la vida y a la existencia, un derecho a la vida digna, mucho más si se está en tiempos de crisis extrema y profunda.
Entonces, ¡que la crisis sea la ocasión y la oportunidad para saber plantear los verdaderos problemas y distinguirlos de los falsos, para hacer visible y hacer pensable lo verdaderamente importante! En tiempos donde el abismo del Ser se ha desatado, donde lo impensable toca a la puerta, las humanidades, decimos, existen e insisten a fuerza de necesidad extrema, de decir lo esencial a la existencia infra, supra, trans o post humana… existen e insisten a fuerza de decir el sentido del acontecimiento mismo, de recuperar o de hacer renacer esa “muerte de lo real” ya tantas veces anunciada por Jean Baudrillard a causa del despliegue de la hiperrealidad (puesto que las más de las veces se oye decir hoy en día que “nos sentimos como en medio de una película”). Entonces, ¡que las distribuciones y redistribuciones del Acontecimiento a las cuales nos está violentando cotidianamente la enfermedad y la muerte sean la ocasión para la liberación de potencias que estaban siendo impedidas, cegadas, aplastadas o invisibilizadas! ¡Que lo Real resurja a la par con el Pensamiento y las Humanidades para devenires más reales, más esenciales, más consistentes y con más sentido! Como decía Deleuze (aquel que junto a Foucault desconfiaba tanto del “humanismo”, de ese humanismo que Nietzsche había criticado tanto a favor de un superhombre, es decir, de una superación del hombre o de la “condición humana”), en La imagen-tiempo. Estudios sobre cine 2 (p. 292): “Si el pueblo falta, si estalla en minorías, soy yo quien es ante todo un pueblo, el pueblo de mis átomos, como decía Carmelo Bene, el pueblo de mis arterias, como diría Chahine”.

¿Cómo referenciar?
Jorge Bejarano. “Las humanidades en tiempos de pandemia: una reflexión filosófica” Revista Horizonte Independiente (Las humanidades en…).
Ed. Stefan Kling, 14 jul. 2020. web. FECHA DE ACCESO

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