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Óscar G. Flantrmsky Cárdenas

Profesor cátedra de la Escuela de Filosofía de la Universidad Industrial de Santander. Candidato a doctor en Doctorado en Filosofía UIS. Integrante del semillero de investigación FILOEPOS

Ciclo II de “Las humanidades en…”

Las humanidades en las humanidades

Líneas elegiacas: Hubo una vez un tiempo en el que el conocimiento vivía en una Edad de Oro, similar a la que cantara el aedo en su antiguo poema. Un período en el que los saberes se congraciaban mutuamente, se regocijaban en diálogos que a todos contentaban, y así, pacíficos, convivían a sus anchas en su pantopía. Hasta que un día la funesta Eris, celosa de esta armonía, extendió su manto y sembró sus simientes en sus nobles cabezas. Pantopía explotó en pedazos, y cada saber, presa del miedo, halló su refugio en sendos territorios. Murallas y fortalezas fueron erigidas, pues Eris expandió entre ellos la envidia y la ambición. Desde entonces, todos los saberes viven en franca disputa entre sí… 

No es un asunto sencillo disertar sobre la importancia de las humanidades, sobre todo en un mundo en el que cada ciencia, saber y arte se han obstinado en encerrarse en sí mismos. Vivimos en una suerte de archipiélago cognitivo, en el que, para nuestro infortunio, cada isla del saber se rehúsa con vehemencia a trazar conexiones con otras. Una red insular de puntos inconexos, huraños: he ahí nuestro panorama. Por supuesto, mal haríamos en negar que tímidamente hemos trazado rutas que acerquen unos a otros, pero el eco purista aún resuena en nuestras mentes. Estamos aún en la era monológica del conocimiento, todavía distantes de la constitución de una polifonía enriquecedora (o rizoma deleuzeano). No obstante, el problema va más allá de la simple añoranza: el problema se complejiza cuando cada saber se abroga para sí mismo la solución o respuesta a una situación o dificultad que acontezca. Por supuesto, no abogamos por la colectivización de todos los problemas, ya que es claro que cada saber tiene sus propios problemas en qué pensar. La dificultad estriba en los problemas que nos atañen como humanidad, a tal punto que todos nos lanzamos, como profetas ciegos, a proclamar que somos poseedores de la verdad y demostamos a aquellos que no sigan nuestro llamado insular, tribal (cualquiera de esos adjetivos describe a la perfección la realidad del conocimiento hoy en día). La pregunta es, si el problema es colectivo, ¿la solución no debería serlo también? ¿No puede encajar la solución de cada saber en el marco de una solución colectiva?

Quienes hemos estudiado humanidades, no estamos exentos de participar en esta dinámica. También hemos levantado grandes muros y hemos potencializado nuestras voces para convertirlas en gritos tiránicos. Quizá sea el momento de realizar un mea culpa a partir de señalar, por lo menos, dos características, dos peccata, no tan minuta, que debemos reconocer, si queremos apaciguar un poco la Eris que circula en nosotros. No sólo vamos a mencionar nuestra relación con otros saberes, sino también en la relación nosotros mismos como humanistas, o estudiosos de las humanidades.  De ahí nuestro título: pensar las humanidades en las humanidades. 

Pero no demos más espera nuestra radiografía, que nos detecta que uno de nuestros males es, justamente, el carácter insular monológico, sólo que tenemos una variante (quizá los otros saberes también, no lo sabemos) y es una nociva metástasis de nuestro aislamiento. En otras palabras, hemos parcializado más nuestra isla en islotes, cayos, todo tipo de divisiones que nos mantienen aún más aislados entre nosotros. Entonces proliferan los brotes donde la filosofía, por ejemplo, rechaza todo aquello que no sea filosófico; el Derecho, todo aquello que no sea jurídico; la Economía, lo que no hable de su área. Podemos extender la lista, con el horror de encontrar los graves efectos de esta metástasis, hasta llegar a extremos alarmantes en el que un keynesiano ensordezca ante un marxista, o un kantiano menosprecie a un nietzscheano, aun cuando ambos puedan proporcionar puntos de vista valiosos y claves frente a un problema común. Ocurre también que, no pocas veces, una de las islas proyecta un delirio expansionista que la conduce a entrometerse en terrenos ajenos sin la preparación o el conocimiento suficiente. ¿Cuántas veces no hemos atestiguado situaciones en las que un amable jurista se jacta de conocer de X escuela filosófica, sólo por haber leído un libro, cuando no a medio camino, o, en el peor de los casos, una entrada en alguna página filosófica? ¿O hemos sido ajenos a escuchar a filósofos denigrar de la filología, argumentando que no es necesario tener un conocimiento mínimo de ella, cuando ya se han hecho muchas traducciones de un autor antiguo? Aclaremos lo siguiente: no se trata de acoger ciegamente lo que cada una de las humanidades tenga por decir. Estamos fracturados, es la verdad, pero cada isla ha cultivado su terreno y extraído de él frutos deliciosos, provechosos, a los que han invertido tiempo y esfuerzos. Nuestro problema consiste en el desconocimiento de esa soberanía. La pantopía no es una homogenización del pensamiento, sino una apertura al diálogo, al intercambio de ideas. De la misma manera como la humanidad ha podido abrirse paso con el intercambio de productos entre los diversos pueblos, ¿no podemos enriquecer nuestras perspectivas de la misma manera? Ser Marco Polo y no un anacoreta. Y de la misma manera, reconocer que nuestras islas tienen un límite, unas circunstancias propias, que nos demarcan una frontera, que no intransitable por propios y ajenos, y sin orgullos admitir que a veces necesitamos del auxilio de otra isla, de su colaboración, de sus préstamos. Un cambio de expresiones: abandonar la idea de “ese tema no me importa, porque no es de mi área”, por algo como “Está bien, no es mi área, pero sería interesante ver si esa isla a la que pertenece puede ayudarnos”. Sin soberbias ni rapiñas descaradas.

El segundo mal no puede detectarse sin la presencia del anterior. No es una relación causal, sino una presuposición recíproca de dos males. Si queremos, podemos bautizarlo como el “afán mesiánico de las humanidades”. Es un mal que, como el anterior, se da de cara al exterior como al interior. Esta patología es algo así como un cáncer de ego que nos incita a proclamar que la salvación está en nosotros, las humanidades y sus constituyentes. En un nivel general, se ha popularizado con la discusión acerca de la supresión de la filosofía de los programas escolares de algunos países. Entonces aparecen consignas que rezan que, sin filosofía, y sin humanidades, la humanidad se precipita a su desaparición. Sin duda, el problema es grave, pero de ahí a establecer semejante apocalipsis, resulta una exageración descabellada. Si la humanidad no ha desaparecido como especie, no ha sido resultado exclusivo de las humanidades, sino de diversos saberes. ¿Dónde quedan las vacunas o los avances tecnológicos que han dado a los seres humanos una mejor calidad de vida? No podemos caer en el imperialismo de las humanidades, y desconocer que otros saberes han luchado a la par a favor de los seres humanos. Precisamente, los autoproclamados mesías pregonan un apocalipsis del cual se salvarán sólo aquellos que sigan sus ideas. Podemos ser más viscerales aún y preguntarnos si un enfermo de cáncer se recupera por saber de extremo a extremo todos los diálogos de Platón, o si podemos frenar el calentamiento global sólo a partir de las obras de Goethe. ¿Podemos detener la hambruna del mundo, escuchando fabulosas canciones o piezas clásicas, o pensando que ese problema se cura con terapia psicológica, o mediante un sesudo análisis semiótico? Hemos advertido de la visceralidad de estas cuestiones, pero estos y otros tantos problemas que nos incumben como humanidad no pueden resolverse con ensoñaciones solipsistas y mesiánicas. Incluso, el mal interno no es diferente, pues ya sean islas, islotes, cayos, como queramos denominarlos, se vuelcan en el mismo flagelo de imponer su voz como única solución a tales dificultades. De nuevo, otra advertencia: no queremos decir que las humanidades sean inútiles, ni mucho menos justificar su abolición. Todo lo contrario: son necesarias, pero no exclusivas. Se trata de que nuestros enfoques no sean urbi et orbe como imposición, sino como aporte que puede trabajar mancomunadamente con otras áreas. 

Queda un pequeño resquicio, derivado del mal anterior, por abordar, y es la ilusión de que las humanidades albergan y producen hombres buenos, ilusión que se prolonga aún más cuando notamos que en las universidades es obligatoria la enseñanza de la ética, guiados por la creencia de que, por haberla cursado, todo profesional es probo. Es cierto que ayudamos a comprender y analizar la complejidad del ser humano, fomentar debates sobre ciertos peligros que se ciernen desde otras áreas, pero las humanidades no son redentoras ni portadoras del Bien. La historia reciente ha dado ejemplos lastimosos de este punto. Basta con recordar a un Hitler amante de las artes, o sistemas como el fascismo, sustentado por filósofos como Gentile y alimentado por poetas como D’Annunzio. Las humanidades han ayudado a la emancipación de pueblos, al reconocimiento de minorías oprimidas, a denunciar situaciones denigrantes, pero es hora de dejar atrás esa pretensión de que las humanidades son un soplo beatificante. 

Es un hecho: Pantopía está quebrada. Pantopía es la utopía, y, como utopía, ha de servirnos de guía, sin obnubilaciones ni fanatismos. Nada perdemos con aceptar que pantopía se realiza cuando nos abrimos al diálogo con los distintos saberes y nos desarropamos del manto que cargamos en la ilusión de ser mesías, sin anhelar nunca llegar a habitarla. Pantopía como proceso constante, inacabado. En cierto sentido, pensar desde las humanidades para la humanidad, ese complejo polifónico.           

¿Cómo referenciar?
Óscar Flantrmsky. “Las humanidades en las humanidades” Revista Horizonte Independiente (Las humanidades en…).
Ed. Stefan Kling, 3 jul. 2020. web. FECHA DE ACCESO

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