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Hernán Medina Botero 

Doctor en Filosofía de la Universidad Nacional de Colombia & colaborador editorial RHI

Evento
“Las humanidades en…” 

Las humanidades en la Universidad: sobre su valor

I

En 1905, O. Henry publicó una historia corta titulada The Gift of the Magi (traducida al español como El regalo de los Reyes Magos o como Los regalos perfectos). Se trata de la historia de una joven pareja, Della y Jim, en la víspera de Navidad. Della se enfrenta a la imposible tarea de conseguir un regalo para su amado esposo con un dólar y ochenta y siete centavos, el único dinero que tiene. Para conseguir un regalo a la altura, Della vende su hermosa cabellera por veinte dólares y con ellos consigue comprar una cadena de reloj hecha de platino. El regalo es perfecto para hacer compañía al valioso reloj que Jim heredó de su padre (quien a su vez lo había heredado del suyo). O, más bien, habría sido perfecto… si Jim no hubiera vendido su reloj para comprarle un regalo de Navidad a Della. Su regalo era un juego de peines muy costoso que ella había estado mirando con deseo desde hace meses. Para Della, su cabellera era el único objeto de valor y entrañable importancia; de allí que anhelara el juego de peines. Para Jim, el reloj era lo único valioso, aunque la vergüenza de tener una cadena desgastada le impidiera lucirlo con orgullo.

El final de la historia es en cierto sentido cómico. Della le regala a Jim una cadena para hacer compañía al reloj inexistente, mientras que Jim le regala un juego de peines para la cabellera vendida horas antes a una tal Madame Sofronie. Al final del relato, O. Henry hace una pequeña digresión sobre los Reyes Magos y su sabiduría al dar regalos. Regalos siempre adecuados y, según la tradición navideña, que podían ser cambiados en caso de ser redundantes. En contraste con estos regalos, los de Della y Jim parecen torpes. Sin embargo, O. Henry advierte a “los sabios de estos días” que los regalos de Della y Jim son los más sabios; ellos son, verdaderamente, reyes magos.

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El título de un texto es como una promesa al lector. En nuestros tiempos esa promesa se ha convertido más bien en un gancho para obtener clicks o para que los links sean compartidos. Así se suman ganancias económicas por publicidad y por otros vericuetos digitales de los que yo no entiendo. El título sensacionalista, o incluso el que poco o nada tiene que ver con lo escrito, se ha convertido en la norma. Y aquí está usted, leyendo un texto que le prometió hablar de las humanidades en la Universidad, específicamente, de su valor. Pero de eso, todavía, nada. Por ahora le invito a que tenga fe en la promesa. Aunque quizás no le hable mucho acerca de eso.

II

Ludwig Wittgenstein fue uno de los grandes filósofos del siglo XX. Sus dos obras principales, el Tractatus Logico-Philosophicus y las Investigaciones filosóficas, se dedican casi que exclusivamente al análisis del lenguaje, aunque desde dos perspectivas muy diferentes. El Tractatus presenta un análisis lógico-matemático del lenguaje que confluye en puntos centrales con el positivismo lógico. Las Investigaciones están más preocupadas por un análisis del funcionamiento del lenguaje ligado a los usos que las comunidades lingüísticas hacen de él. La separación entre las dos obras es tan grande que se suele hablar de dos Wittgensteins. A pesar de sus diferencias, estos dos textos seminales tienen un gran tema en común: la omnipresencia del lenguaje, su “totalidad”, por así decir, y así mismo sus límites. El primer libro llega a afirmar que los límites del lenguaje son los límites del mundo (y del pensamiento), mientras que el segundo muestra cómo una mala comprensión de la gramática lingüística (gramática en un sentido filosófico) es el origen de innumerables pseudoproblemas y confusiones filosóficas. He allí los límites del lenguaje.

Quisiera hablar brevemente de esos límites en el Tractatus. Allí, Wittgenstein apuntala la idea de que el lenguaje y la realidad deben ser isomorfos; es decir, deben compartir una misma estructura. Si no fuera así, sería imposible que el lenguaje se refiriera (correcta o incorrectamente) a la realidad. Por esta misma razón, el sentido de una proposición en el lenguaje depende de que ella se refiera a un posible estado de cosas (es decir, a una situación que pudiera o no suceder). Así, la oración “mis zapatos están en la cocina” tiene perfecto sentido porque sabemos a ciencia cierta cómo tendrían que ser las cosas para que ella sea verdadera (si mis zapatos están en la cocina, es verdadera, si no, es falsa). Pero la oración “mis zapatos se enfurecieron” no tiene sentido, pues enfurecerse no es una cosa que los zapatos puedan hacer.

Esta distinción entre lo que tiene sentido y lo que carece de él, paradójicamente, parece minar al Tractatus mismo. ¿Por qué? Hay unas proposiciones que son verdaderas independientemente de cómo sean las cosas; a estas proposiciones las llamamos tautologías. Pero, si el sentido de una proposición depende de que se refiera a un posible estado de cosas, que pueda ser verdadera, pero también falsa, entonces las tautologías carecen estrictamente de sentido. (“Las solteras no están casadas” es un ejemplo; una proposición verdadera independientemente de cómo sea el mundo). Y, paradójicamente, el libro de Wittgenstein está compuesto casi que exclusivamente por tautologías. De allí las últimas dos proposiciones del Tractatus:

6.54. Mis proposiciones esclarecen porque quien me entiende las reconoce al final como absurdas, cuando a través de ellas —sobre ellas— ha salido fuera de ellas. (Tiene, por así decirlo, que arrojar la escalera después de haber subido por ella.) Tiene que superar estas proposiciones; entonces ve correctamente el mundo.

  1. De lo que no se puede hablar hay que callar.

Las dos proposiciones muestran los límites del lenguaje, y la lucha contra ellos. El reconocimiento de esos límites, pero, a la vez, un oscuro reconocimiento de que hay algo más allá de lo que se puede decir con el lenguaje. Decir algo acerca de una cosa es muy diferente de esclarecerla; esta es, más o menos, la distinción entre lo que se puede decir y lo que solo se puede mostrar (aquello para lo que no hay palabras plenamente adecuadas, a lo que el lenguaje solo puede apuntar sin capturarlo en la unidad de un sustantivo o la complejidad de una proposición). La ética, como una investigación sobre lo que es bueno, está justamente fuera de los límites del lenguaje, o esto es lo que Wittgenstein reconoce en su Conferencia sobre ética. Si describo el mundo, digo todo lo verdadero que se puede decir de él, no encontraré ningún juicio ético, ningún juicio de valor absoluto como “esta es una buena persona” (aunque pueda encontrar juicios de valor relativo, como “este martillo es muy bueno para clavar puntillas”). Habría que callar sobre la ética. (Esto no quiere decir, sin embargo, que no haya un valor que mostrar, al que se pueda apuntar, un valor propiamente ético, no relativo).

III

Las personas que hemos estudiado humanidades (literatura, antropología, sociología, filosofía, historia, trabajo social, entre otras muchas) hemos escuchado una que otra vez esta famosa pregunta: ¿Para qué sirve eso? La pregunta no es ingenua, por supuesto, y sería bueno poder responderla. No es ingenua porque se refiere a un tipo de valor, quizás el más común y fácil de comprender: un valor utilitario; o, llanamente, una utilidad.

Nos preguntan, pues, por la utilidad de las humanidades. Una pregunta similar se han tenido que plantear las directivas de un sinnúmero de universidades que ofrecen carreras en humanidades. No se puede desestimar el hecho de que las universidades tienen que cubrir unos costos de funcionamiento y para ello necesitan recursos. Si no hay personas que quieran estudiar humanidades, si estas no generan utilidades cuantificables, entonces representan una carga para las instituciones y su valor queda en entredicho. La dinámica del valor utilitario es más compleja, pues el mercado laboral tampoco ve utilidades cuantificables, de un modo directo, en el ejercicio de labores humanistas. A su vez, esto hace que personas interesadas en una educación humanista desistan de ella, las carreras universitarias no pueden cubrir sus gastos y así el ciclo devaluativo se perpetúa.

¿Deben las humanidades tener un valor cuantificable, una utilidad? La exigencia utilitaria se hace desde diferentes frentes a las carreras humanistas (universidades que exigen la captación de más estudiantes, instituciones científicas que miden la calidad académica en términos de publicaciones indexadas, o de producción de valor mediante cursos de extensión, por mencionar algunos ejemplos). ¿Deben las humanidades ceñirse a esas exigencias?

La utilidad es fácil de reconocer y cuantificar, pues basta con encontrar una meta, un objetivo claro, y verificar que este se cumple. Pero las humanidades, por lo general, no apuntan a un objetivo delimitado y establecido de antemano, y no se puede cuantificar su utilidad en términos del cumplimiento de ese objetivo. Sin embargo, no creo que por eso carezcan de valor. El valor utilitario no es el único tipo de valor.

Los regalos de Della y Jim son los peores, en términos de utilidad. ¿De qué sirve una cadena para un reloj que no existe? ¿De qué sirve un juego de peines para el cabello que se fue? Pero quien lee la historia, con suerte, cambia su mirada al final y percibe el valor y la perfección de esos regalos inútiles. El lenguaje al que se refiere el Tractatus es extremadamente útil para representar una realidad, para decir algo acerca de ella. Pero, cuando de lo que se trata es de hablar de algo que escapa a la mera descripción física y científica del mundo en que habitamos, como sucede con la ética, se debe reconocer que el lenguaje pierde su utilidad descriptiva, y a lo sumo puede apuntar a, o mostrar, algo que escapa al mundo mismo, un valor absoluto. Tal vez lo que haya de malo en la pregunta “¿para qué sirven las humanidades?” sea la pregunta misma. Tal vez no podamos hablar de su valor en términos de utilidad, de aquello para lo que ellas sirven, aunque quizás se pueda apuntar a, mostrar, su valor en otros términos (cosa que, sin embargo, no he tratado de hacer aquí).

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He querido hacer un torpe ejercicio pensando en una brillante idea. El ejercicio es mío, pero la idea no. He tratado de apuntar a algo que debería ser claro, pero acerca de lo que poco se puede decir. He tratado de apuntar a la idea de que hay un valor en las humanidades y su enseñanza, un valor que va más allá de su utilidad. Acerca de su utilidad algo se podría decir, pero acerca de ese otro valor nada he dicho.

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