Grupo de estudio de filosofía antigua
Ciclo II de “Las humanidades en…”
Esta es la historia de algunos de los miembros de Aporía, semillero de investigación en filosofía antigua. Aunque nuestro último objeto de interés, antes de la pandemia que nos aqueja, fue la tragedia, esta situación no es una tragedia griega ni pretendemos que se le parezca, al menos no en lo esencial. Si dijéramos que ahora tiene lugar una puesta en escena, es evidente que no somos meros espectadores, tampoco sabemos si al final alguien nos podría considerar esforzados, como al héroe trágico, ni siquiera sabemos si habrá un final de la representación. Nuestro papel en ella parece ser, con todo, similar al de una Tebas azotada por la peste, en el que no hay un Edipo distinguible entre la multitud que reconozca su papel en la cadena de eventos que nos ha traído hasta el presente y calme la fuerza destructiva de la naturaleza por él desatada, de manera que dé paso únicamente a su lado benévolo y propicio para la vida. Por varias razones tampoco serviría de mucho intentar dar con un individuo que cumpla ese papel, pues los tiempos han cambiado y buscar un sujeto con las características de héroe ya no es posible en nuestro sistema económico-político. Quizás lo que podemos realmente tomar de la tragedia griega es algo que comparte con muchas otras formas literarias: acudir a las historias, puestas allí, en escena o en el papel, con diversas formas y contenidos, para nuestros fines.
Es cierto que podemos intentar entendernos a través de nuestras historias, las que cuentan el papel que tenemos en la escena actual, o el que creemos que tenemos en ella y que muestran nuestros intereses y pasiones, que nos hacen únicos, sí, pero también nos hacen similares entre nosotros. Muy por el contrario de la idea hegeliana, podemos intentar comprender esos elementos en el pensamiento de otros mientras aún tiene lugar la obra, mientras aún es vivida, mientras nos la contamos cuando todavía está sucediendo. Así, aunque nadie más que sus actores la puedan ver hasta el final, podemos poner nuestros ojos en los personajes sobre la marcha, no esperando a que un espectador afortunado nos la cuente en tiempos posteriores a modo de memoria, sino escuchando atentamente a los demás actores. Quizás esto ayude a llevar a más personajes de la historia, aunque es evidente que no a todos, hasta el final de la obra, como acompañantes comprensivos y, en parte, como autores indulgentes. Lo que nos interesa son las historias de primera mano.
Nunca nadie de nuestra generación pensó vivir un momento crítico a nivel mundial como el que estamos viviendo. Esto es lo que pensamos cuando volvemos a aterrizar en nuestro momento actual. Hablábamos de la pandemia muy tranquilamente, pensando que nunca podría alcanzarnos, todo parecía normal, hasta planeábamos algún encuentro para el fin de semana. Hoy, después de ya casi tres meses sin volver a ver esos mismos rostros, contamos algo de nuestras historias. Es un día como todos los demás, o al menos eso parece. Me levanto, voy a la sala y saludo a mi mamá. Miro el reloj y entonces me doy cuenta: son ya las doce, y me pregunto cómo hacía la gente para levantarse antes del mediodía, cómo hace otra gente para seguir haciéndolo. Desde antes de que empezara el confinamiento yo ya estaba encerrada en casa de forma voluntaria; hacía mi tesis, comía, a veces salía a hacer diligencias urgentes (no tardaba mucho en volver a casa), dormía. Hoy hay más personas así, que no tienen trabajo y, por ende, tampoco horario.
Supongo que había creído que todo estaba en mis manos, que podía controlar más aspectos de mi vida de los que realmente podía. Siempre me habían preguntado: ¿tienes un proyecto de vida?, ¿qué vas hacer cuando te gradúes?, ¿crees que eso que estudias servirá para algo?, ¿ya pensaste en qué vas a trabajar? Creo que cada vez que alguna de estas preguntas (o alguna de naturaleza similar) me interpelaba, solo me decía: “Por Dios, no has hecho nada. Si te preguntan es por algo, ¡Debes moverte!”. Esto lo cuento, porque, sin eso, no podría explicar lo siguiente. Dicen por ahí que realmente el sufrimiento te hace ver la verdadera salida, o mejor, permite ver con claridad las cosas. Pues empecé a comprender que mi vida estaba suscrita, delimitada por un tiempo indeterminado, entiendo ahora que esto pasará y que yo también pasaré, que también tengo una existencia efímera. El mundo me había exigido mostrarme, ser mejor, programarme para tener cierto tipo de vida. Pero ese mismo mundo me dice ahora que hay cosas que no puedo controlar, que debo mantener la calma y dejar que todo pase. Mi única preocupación debería ser pensar en que, todo lo que haga de ahora en adelante, debo hacerlo con amor y con justicia, tal cual como lo había mandado la naturaleza. Estas palabras de Marco Aurelio, desde hace unos meses y sin saber que vendría una pandemia, habían quedado sonando en mi cabeza hasta el día de hoy. Hoy es cuando siento que están más presentes, pues hacer el bien, o más bien intentar estar bien, es lo único que puedo controlar y manejar: esto que soy yo, y la actitud que asumo frente a las circunstancias.
La naturaleza del cambio en mi forma de vivir no se ha visto tan afectada como la de mi forma de pensar. La opción de evitar pretender tener control sobre los eventos en el mundo se combina con la de tener cierta responsabilidad con mis iguales. Decidí no quejarme, no actuar con odio, con ira, no juzgar, pues realmente solo puedo llevar mi camino, no el de los demás. No quiere decir que no me importe la gente que vive alrededor mío, no quiere decir que me sea indiferente la situación. Solo quiero aceptar que hay cosas que se salen de mis manos, y que la mejor ayuda resulta en concentrarme en hacer lo mejor.
Recuerdo el día en que la cuarentena comenzó, la alcaldesa había dicho que solo sería un simulacro, pero se dilató sin conclusión visible. Los primeros días, mi madre y yo estábamos más bien felices— vivimos juntas—. Yo siempre había preferido no salir, pero, con el tiempo, este encierro se ha hecho difícil de mantener. Iniciada la cuarentena, no se veía mucha gente en la calle y empecé a analizar, así, de repente, las circunstancias que conllevaron a mi reclusión forzada. ¿Dónde quedaban mis libertades, mi derecho a la locomoción, al trabajo? Ya había escuchado de miles de personas que tenían problemas para siquiera adquirir la comida del día. El Gobierno, mediante Decretos, profería órdenes, pero a la mayoría de nosotros no nos quedaban claras ni las directrices más básicas de las que se hablaba. En Alemania y Estados Unidos ya había poblaciones que solicitaban el derecho a enfermarse… ¿cómo compaginar los límites personales a los de la sociedad?
Desayunamos y me quedo un rato hablando con mi madre, me cuenta los pormenores de su día en el trabajo y vemos televisión mientras comemos. Luego me voy a mi cuarto e intento trabajar en mi tesis mientras recuerdo en off la situación que nos aqueja y sus vicisitudes. La gran necesidad de apoyo mutuo que requerimos como sociedad, el intento por resistir el impulso de centrarse en uno mismo para evitar la angustia, el estado de alerta constante y la impotencia por el virus mismo van desfilando en el decorado del escenario donde actúan mis pensamientos. No quiero verme obligada a salir por ningún motivo. Se atraviesa, entonces, en mi tren de pensamiento, la noticia que días antes había encontrado y que representa tan crudamente unos temores menos inmediatos: “Dos doctores franceses pretendían que los estudios y pruebas del COVID-19 se hicieran en África dadas las precarias condiciones que azotan al continente”, Dr. Uno: “¿no deberíamos estar haciendo este estudio en África, donde no hay máscaras, ni tratamientos, ni reanimación?”, Dr. Dos: “Tiene usted razón”. El resto de la noticia se difumina alrededor de esas palabras mientras intento desechar el pensamiento terrible de que incluso en tiempos de crisis no dejamos de ser viles e injustos.
Me concentro en la palabra “crisis”, me ronda la cabeza y es algo que siento que me persigue durante mi encerramiento, se convierte en la representación de mi angustia. ¿Qué es una crisis?, ¿estamos en crisis?, ¿estoy en crisis? La primera de estas preguntas me arrastra hacia los antiguos griegos y su definición múltiple de esta palabra. Para ellos “crisis” era una conjugación que dependía del contexto. Si se referían a la medicina, el término viene del verbo krino que significa “yo separo”, “yo decido”; si es una crisis política, es una krisis que apunta más al acto de juzgar. Esa krisis es lo que los griegos definirían como una oportunidad a la que las circunstancias llevan al sujeto. A la que las circunstancias me han llevado, la oportunidad que se me presenta de decidir sobre mi propia condición. Todo esto se vuelve para mí, entonces, un punto en la línea que concibo como mi vida en la que necesito llevar a cabo un cambio. Sin embargo, antes de llegar a eso, no puedo dejar de lado el saber que también es un punto en el que las cosas se están saturando. No puedo alejar de mí lo que está pasando a mi alrededor. El mundo ya entró en ese proceso de saturación de acciones que me afectan y que la pandemia fue solamente lo que rebosó las situaciones. Con ella mi mundo y el mundo entraron al unísono en krisis.
El día en el que Duque levantó las restricciones a nivel nacional, López hizo lo mismo en la ciudad, bueno, no en toda. Algunas localidades, incluida la mía, mantuvieron ciertas prohibiciones. Ese mismo día me levanté más temprano de lo normal, a las diez; el ruido en la calle era tal que me despertó. Se oían las voces estridentes de militares anunciando que, en la zona en la que vivo, estaba (y está) en alerta naranja y que no podíamos (ni podemos) salir a la calle salvo en caso de ser estrictamente necesario. También pasaban camiones de bomberos y camionetas con payasos arengando lo mismo. Ya en la tarde dejaron de pasar tan frecuentemente, de pasar cada dos horas pasaron dos veces al día. Pero la noche se reveló como el preludio a una pesadilla: se escuchaban los helicópteros sobrevolando la zona, buscando personas en las calles, cual persecusión hollywoodense.
Intento dejar las divagaciones a un lado y pienso en salir, pero recuerdo que salir es casi un delito. Mi mente retoma las reflexiones sobre las libertades, esas que ya no tenemos. Y es que, desde un punto jurídico, ha habido muchas implicaciones con la nueva situación. Solo puedo pensar, sin embargo, en mí misma como ejemplo. Un abogado llevaba casi dos años con un contrato de arrendamiento que yo tenía para ver si él podía sacar a alguien que había ocupado un lote de mi papá. Este me respondió que estaban cerrados los juzgados. ¿Acaso esto es justicia? ¿Acaso realmente el Estado es consciente de la afectación de mis derechos? Mi rutina, la nueva rutina, lo único que hace es enloquecerme lentamente y afectar aún más mi salud mental.
Días después, la sensación de que nos perseguían se hizo menos frecuente y la gente volvió a salir (los días en que se plantó en la calle el vehículo del ejército, no se había visto persona alguna afuera). No obstante, la aversión que sentía por las personas, por el contacto físico con ellas, se mantuvo. He tenido que salir algunas veces y la cantidad de personas que veo en las calles me recuerda por qué prefiero quedarme en casa. Son personas que salen a abastecerse, es cierto, muchas de ellas están acostumbradas a comprar diariamente de acuerdo con su necesidad. No han asimilado que deben salir lo menos posible. En ese momento suelo preguntarme ¿acaso no ven que salir es un riesgo para ellos y para los demás? Luego lo pienso mejor y vuelvo a sumergirme en mis reflexiones.
Qué hay más tranquilizador y a la vez más angustiante que mi propia mente, ¿había tenido el tiempo para pensar en mí misma? ¿me había dado cuenta que estuve más tiempo pensando en las acciones del otro, que en las que me corresponden como persona? Si algo es claro como entonces lo era, es que Marco Aurelio había dejado algo en mí, solo basta estar en la única divinidad que reside en mi interior, y ella misma era la más sincera servidora para mí ser. Y de nuevo, calma, no te preocupes por los que actúan injustamente, procúrate por ti misma, por llevar esa rectitud, pues los que actúan de cierta otra manera solo desvían el orden natural. El sentido de los griegos vuelve a mí y me recuerda que es una oportunidad de cambio a la cual las circunstancias han llegado y no me queda más que decidirme a construir ese cambio.
Vuelvo al día de hoy, al presente. Después de haber pasado un buen rato trabajando dificultosamente en mi tesis, me levanto del escritorio y me dirijo al comedor a almorzar. Casi que se repite el ritual del desayuno; converso con mi madre, vemos televisión y vuelvo a mi tesis. A la comida, más o menos a las diez, participamos en una nueva réplica de la escena 1, 2, 3…1, 2, 3…1, 2, 3… Ahora, al final del día leo otros libros para distraerme del presente y enfrentar la krisis. Me invade entonces la certeza de que mi cabeza necesita de otros sujetos, otras historias y perspectivas. Necesito formas de convivir con esto. Resulta tan complicado pensar en el pasado, en el futuro, hacerlo me genera ansiedad, dolor de cabeza. Al anochecer, solo sirve pensar que estoy aquí y ahora: “El presente, en efecto, es igual para todos, lo que se pierde es también igual, y lo que se separa es, evidentemente, un simple instante. Luego ni el pasado ni el futuro se podría perder, porque lo que no se tiene, ¿cómo nos lo podría arrebatar alguien?” (una vez más, Marco Aurelio acude a mi pensamiento). Qué puedo perder yo, si no me pertenece ningún instante del futuro, éste no me pertenece, vuelvo a decirme. La vida me ha regalado este presente, este momento aquí escribiendo, este momento de ir de nuevo a charlar con mi madre, de seguir escribiendo mientras escucho música. El presente nadie me lo puede robar, no me lo pueden quitar; ¿quién me puede quitar lo que aún no tengo? De nuevo me acuesto y cierro mis ojos, respiro y seguramente seguiré esperando sin mucha ilusión que el día siguiente sea diferente, tal vez que yo despierte siendo diferente, tal vez me despierte como un bicho el cual le sea indiferente las enfermedades y salga volando por el mundo, encontrando que hay más bichos iguales de grandes a mi. Y luego, veamos hacia abajo y encontramos que son solo edificios en los que pueden reposar nuestros desechos.
Las humanidades son, a la vez, nuestra pasión y nuestra herramienta hoy más que nunca para sentir y explorar intensamente nuestro rol como especie, como miembros de una sociedad, como individuos. Esto no es, para nosotros, una tragedia griega. Pero nuestras experiencias se enlazan con las de otros que o bien han experimentado circunstancias parecidas o se han interesado en temas que hoy nos preocupan. Las humanidades en nuestra historia nos permiten aprender de nosotros mismos, reflexionar y nos conceden el privilegio de la esperanza.
¿Cómo referenciar?
Aporía. “Las humanidades en la cavilación” Revista Horizonte Independiente (Las humanidades en…).
Ed. Stefan Kling, 30 jun. 2020. web. FECHA DE ACCESO
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