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Felipe Cuervo Restrepo 

Filósofo de la Universidad Nacional de Colombia & Magister en Semiótica de Tartu Ulikool. 

Evento 
“Las humanidades en…”

Las humanidades en el ocio 

Supongo que el título que he escogido puede resultar molesto por una de dos razones: para algunos, que asumo corresponderán a la mayor parte de quienes a esta revista lleguen, parecerá en alguna medida degradante incluir a las humanidades entre las actividades propias del ocio; para otros, acaso escasos a la hora de hacer confesiones pero, según lo demuestran la distribución de presupuestos para becas y el número de plazas para profesores de planta en muchas universidades, más que numerosos en la práctica, el título puede resultar redundante, por lo menos en la medida en que las humanidades, como las actividades de los ociosos, resultan improductivas. Ahora, no pretendo ofrecer una defensa de las humanidades, en especial porque no sabría cómo defenderlas ante quienes, desde un comienzo, no las valoren (y, en el caso contrario, la defensa sería, ahora sí, redundante), sin mencionar que, con preocupante frecuencia, hoy por hoy esta clase de defensas tienden a girar en torno al tema de la productividad, tal y como se manifiesta en el caso de las así llamada economía naranja, y yo, por lo menos, no sabría decir si las humanidades son productivas en un sentido que no sea metafórico. Pongámoslo así: si por productividad se entiende la producción (pido disculpas por la redundancia) de una nueva entidad en el mundo, me atrevería a decir que el estudio de las humanidades es, sin duda alguna, improductivo: sea que nos enfrentemos a textos clásicos o a piezas de vanguardia, el resultado rara vez es que pasemos de ser estudiosos de las humanidades a creadores; en el mejor de los casos, seguiremos viviendo en el mismo mundo con el mismo número final de entidades, pero algo en la tonalidad, por así decirlo, del mundo habrá cambiado. Una obra maestra del cine puede lograr que las sombras, tanto literales como metafóricas, pasen de negras a una infinitud de grises o adquieran variante profundidad, y un poema puede darle al más insípido de los lugares comunes la carismática extrañeza del misterio. Pero nada de esto, repito, produce entidades nuevas, nada de esto descubre leyes hasta entonces ignotas. Cambia la manera en que el mundo se siente, pero no el mundo que se siente. Es más que debatible que esto sea productivo en un sentido de la palabra que no pierda la precisión necesaria para hacerla útil, sin mencionar lo difícil que puede resultar convencer a quien no sea ha dado la oportunidad de ser humanista (que no es más; valorar y amar las humanidades no requiere más talento que el deseo de hacerlo) de que esto es más que brujería pseudo-poética. Éstas son las dificultades que no sé cómo resolver y que, en la medida de lo posible, planeo evitar. Pretendo convencer al lector de que mi título no es degradante o redundante, claro está, pero no modificando su concepto de lo que son las humanidades, sino apuntando a los que ambas clases de lectores tienen en común: la manera en que entienden el ocio.

            Empecemos, entonces, por hacernos una idea de lo que se entiende por ocio: según dije antes, lo usual es asociar el ocio a la improductividad, llegando acaso a asumirse que la improductividad, para resultar placentera (o llevadera) debe implicar un gasto de recursos: de ahí que las guías del ocio tiendan a incluir actividades como ir de compras o asistir a bazares y kermesses. Una rápida revisión en cualquier buscador de Internet señala un segundo elemento: el ocio, se asume, ha de ser fácil, tanto en términos intelectuales como emocionales. Ahora, antes de seguir, quiero hacer una aclaración: la facilidad emocional no es lo mismo que la ausencia de emociones fuertes. Muy por el contrario, con frecuencia, son estas últimas las que resultan más fáciles, por lo menos en tanto implican una relación más clara con la realidad: ante un villano simple, por ejemplo, un malo caricaturesco cuyo único deleite sea causar dolor, es fácil sentir odio, acaso rabia intensa cuando sus acciones afectan a nuestro héroe predilecto. Y, por supuesto, las películas que presentan el absurdo sufrimiento de los inocentes, sin preocuparse por presentar a los causantes como más que crueles o maquinales, reducen a casi cualquier personas a las lágrimas. Pero todo esto es posible sólo porque ofrecen conectarnos con un mundo en que cada entidad está subsumida, con absoluta nitidez, bajo una categoría moral o emocional única, un mundo en que podemos identificar al malo, el bueno, la víctima y el victimario, el problema y la solución. La complejidad emocional, por el contrario, es la que nos relaciona no sólo con el mundo, sino también con nuestras propias emociones y lo hace, por lo general, con el carácter de duda: no sé si odio, temo, admiro a o me compadezco de Heathcliff y me veo obligado, cada vez que una escena suscita una emoción distinta a la anterior, a contemplar mi relación con el mundo, a sentirme engañado y engañador, a reconocer que, de encontrarme con alguien así, mis acciones y reacciones dependerían en buena medida de valoraciones contradictorias. La misma aclaración vale para la complejidad intelectual, que tendemos a asociar con el tecnicismo y lo laberíntico. En el sentido en que aquí le estoy dando, lo más complejo en términos intelectuales no es aquello cuya formulación exige simbolismos lógicos o matemáticos, o aquello que se expresa sólo en un lenguaje técnico y hermético; tampoco lo es, por supuesto, la obra que combina una infinitud de elementos, que narra historias bizantinas con giros inesperados o aquella cuyo nivel de abstracción se nos presenta como un evidente acertijo; lo complejo, según creo, es aquello cuya solución tiene implicaciones para más de un ámbito vital y que, a la vez, rechaza cualquier posibilidad de una respuesta unívoca. Es, en otras palabras, aquello que nos exige mantenernos en un estado de difícil duda, aquello que exige una acción y nos niega un principio claro que la guíe. Éstos son los problemas que comparten la ciencias sociales, las humanidades como se conciben desde hace siglos y las artes todas, pero no porque sean tan vagos que cualquiera pueda apropiarse de ellos, sino porque su complejidad implica que cada una de estas áreas del conocimiento posee un componente necesario para la comprensión del problema y, en la medida en que algo similar exista, para su solución.

            La facilidad emocional e intelectual que se asocian con el ocio tienen una estrecha relación con el último aspecto que mencionaré: el ocio es el momento del descanso. Es el tiempo en que, sin estar dormidos, despejamos nuestras mentes del trabajo, actividad necesaria, según se dice, para que seamos de verdad productivos. Ya casi todas las empresas han asumido el discurso, aunque todavía tengan dificultades llevándolo a la práctica, según el cual una persona feliz y descansada es el trabajador ideal y, para llevarla a este punto, hace falta el ocio. De ahí que el ocio no pueda incluir componentes complejos y, por lo menos en potencia, agotadores, a lo que se agrega la ventaja de poder cuantificar y justificar el ocio: resulta que no es productivo de manera directa, pero sí indirecta, en tanto condición de productividad, y, en esa medida, pueden establecerse cantidades ideales para su presencia en la vida cotidiana (es esto lo que explica recomendaciones como “x horas de meditación a la semana o y días de vacaciones al año son esenciales para una buena vida”). Ahora, no es mi intención entrar en una crítica de corte marxista de la sociedad del espectáculo (o, para ser más contemporáneos, del entretenimiento), en especial porque tengo serias dudas sobre la jerarquía de valores sobre las que las críticas de este estilo se elaboran. Lo único que me interesa es señalar que hay un componente externo que nos empuja a una concepción facilista del ocio y que esto depende, en últimas, de una valoración previa: la productividad, el negocio, es más importante que el ocio, lo que explica la posibilidad de justificar el segundo a la luz del primero.

            Creo que ya es evidente para todo lector cuál es el objetivo de mi texto: no es defender las humanidades, sino el ocio. O, más que defenderlo, invitar al lector a modificar la concepción que de él tiene y a incluir a las humanidades como un componente esencial del mismo. Si se quiere, mi intención es invitarnos a repensar la jerarquía implícita en la etimología, a asumir que el ocio es el fenómeno principal y el negocio (nec-otium, lo que no es ocio) es el fenómeno derivado, el necesario inconveniente que nos permite llevar una vida en su mayoría ociosa. Ahora, no pretendo ser un reaccionario o un trasnochado clasicista que, distorsionada su visión de la antigüedad por la siempre cálida pátina de los siglos, sueña con devolvernos a una ilusoria y tal vez imposible Atenas. Me gustaría, en cambio, señalar (me temo que ni el espacio permitido a este texto ni mi conocimiento permiten mucho más) la pertinencia del ocio para la solución de un problema contemporáneo. Mucho se ha dicho en el último par de años sobre el inevitable colapso ambiental al que lleva una concepción económica en que el éxito se mide en términos de progreso y el progreso, a su vez, en términos de una mayor productividad, sin mencionar que aquello a lo que todos apostábamos, que una mayor cantidad total de riqueza iba terminar por implicar una mayor distribución de la misma, resultó ser una terrible desilusión. Todo esto ha llevado a una búsqueda casi desesperada por encontrar el remplazo de la productividad como objetivo de la economía; es aquí donde creo que puede volver a encontrar un digno lugar el ocio humanista.

            De entrada, vale la pena aclarar que el ocio humanista acepta, pero no como defecto sino como mérito, justo aquello que el ocio como hoy por hoy lo concebimos porta como vergonzosa mácula: es improductivo. Y sí, sin duda alguna, exige recursos (textos, obras, piezas), pero recursos que, como se ha dicho mil y un veces, si se manejan como es debido, no se agotan. Por el contrario, dadas las bien sabidas ventajas tecnológicas, la distribución de los recursos necesarios para un ocio humanista es cada día más fácil y, en términos ambientales, menos costosa. Agreguemos a esto un rasgo particular de las obras humanistas y artísticas que diferencia su historia de, por ejemplo, la historia de la tecnología (y, acaso, de la ciencia): hay evolución, pero no superación. Aun para quienes, como yo, conciben la historia de las artes y las humanidades como un incesante esfuerzo por superar problemas, el que una obra haya resuelto el problema de una época no implica que las obras anteriores hayan perdido validez: no despreciamos a Paolo Uccello por cuenta de Mantegna, no dejamos de leer a Madame de La Fayette tan sólo porque tenemos a Dostoievski y, aunque la lógica modal haya señalado huecos por decenas en sus argumentos y la falta de adecuadas herramientas lingüísticas los haya llevado a confundir los más diversos usos del verbo ser, Heráclito y Parménides siguen siendo tan sugerentes como cualquier pensador contemporáneo. Las humanidades, por supuesto, siempre pueden seguirse enriqueciendo, pero esto no implica, pese a la engañosa manera en que la academia y la economía de la cultura se han organizado, que deban dedicarse a la innovación y producción. Ni lo que ya tenemos ha dejado de ser valioso ni es un producto de un solo uso: hace algunos párrafos, mencionaba que la complejidad emocional e intelectual tienen que ver con la imposibilidad de ofrecer una respuesta unívoca y, por ello mismo, las más complejas de las obras, que son también las más ricas, son tan plurivalentes como diverso es el problema al que se enfrentan. Por poner un ejemplo manido, lecturas hay del Quijote que lo valoran sobre todo como sátira (en general, fue ésta la lectura de sus contemporáneos, salvo por la notable excepción de Baltasar Gracián), otras que lo recomiendan como modelo de la depurada prosa castellana (entre las que destacan las lecturas ilustradas a la manera de Clemencín), todavía otras que ven en Don Quijote a un héroe de la subjetividad (sospecho que esto era lo que tanto atraía a Heine) y, por supuesto, hoy en día está de moda enfatizar los elementos metaliterarios de su estructura y su muy posmoderna disolución de las fronteras entre ficción y realidad; lo importante aquí es que, por supuesto, todas éstas son lecturas por igual posibles, por igual valiosas, por igual capaces de teñir de nuevos matices nuestro mundo. Y hay que notar que esto es posible porque la novela no pretende ofrecer una solución única, porque el narrador por momentos ama a su protagonista y sufre con él, mientras que en otros parece deleitarse ridiculizándolo, porque, tras haber emprendido la ardua labor de escribir una segunda parte para salvarlo de autores ajenos, termina por despacharlo al otro mundo con tanta sequedad como si fuese un desconocido.  El resultado es que cada vez que leemos la obra, la acabamos con la sensación de que hay mucho que estamos todavía a obligados a resolver y mucho que exige de nosotros una segunda (y tercera, y cuarta…) lectura, cada una de las cuales se ve recompensada por una evolución en los matices con que se nos presenta el mundo.

            Nada de lo anterior es posible con la concepción actual del ocio; lo que se asume y resuelve con facilidad tiende también a ser lo más estéril en un segundo encuentro y, en consecuencia, hay una constante necesidad de producción e innovación (engañosa, por supuesto, dado que lo de verdad innovador es también retador). Si queremos que el ocio tenga una vez más la dignidad necesaria para sostenerse solo, debemos propugnar por un ocio de lo complejo, un ocio en que descansemos por ver recompensados nuestros esfuerzos y la valentía que exige vivir en un inestable mundo de incertidumbres y gradaciones. A cambio, no sólo tendremos una fuente inagotable de placer y crecimiento que no agote nuestros ya exiguos recursos, sino también un razón, una justificación, para el negocio que sirve, a la vez, como límite del mismo: trabajamos lo suficiente para garantizarnos una vida de ocio. Sin duda alguna, así dicho, peco de ingenuo, simplista, acaso romántico (oigo a más de uno de mis conocidos añadir a esta lista, con cariñosa sorna, el apelativo “hippie”). Hacia la mitad de este texto afirmé que, si no hacía más que señalar un camino, era por falta de conocimiento y, cierto es, lo poco que sé de economía me impide ofrecer una propuesta más detallada. Pero no por eso seguiré de apostar al cambio que aquí defiendo en nuestro sistema de valores, esperando que haya quien sepa darle cuerpo y realidad.

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