Últimamente escuchamos con gran frecuencia que “se está destrozando nuestra lengua”, ya sea por usar el lenguaje inclusivo, por recurrir a palabras de diferentes lenguas o por crear otras nuevas. Como es esperable, muchos hablantes de español se preguntan si de verdad estamos destrozando nuestra lengua. Aunque haya personalidades del mundo académico que quieran hacernos pensar lo contrario, los hablantes no destrozamos las lenguas, tan solo hacemos un uso de ellas.
Así que no, no estamos destruyendo el español por introducir cambios, sean estos léxicos, morfológicos, fonéticos o sintácticos. Los cambios que experimenta nuestra lengua no son prueba de su destrucción, todo lo contrario, son prueba de su vitalidad. Ya lo decía Coseriu (1973:30), “la lengua cambia para seguir funcionando como tal”.
Cuando hablamos, ni destrozamos, ni manchamos, ni estropeamos el español, simplemente elegimos los mecanismos lingüísticos ‒y extralingüísticos‒ con los que nos sentimos más identificados. Normalmente, los hablantes no solemos cambiar la lengua ni nos propones cambiarla de una forma consciente e intencionada, a excepción, eso sí, de ciertos cambios léxicos. Por eso los cambios que experimentó, que está experimentando y que experimentará el español, se deben, simplemente, a la naturaleza dinámica de las lenguas. Porque las lenguas son una actividad de libertad y creación constante, que se adaptan a la realidad social de cada momento. Mientras el español siga siendo una lengua viva, sus cambios lingüísticos no pararán. ¿Por qué? Pues la respuesta es muy simple: las lenguas sobreviven porque cambian, no cambian para sobrevivir.
Pero vayamos más allá. El español, al experimentar sucesivos cambios lingüísticos, sencillamente está siguiendo el curso vital de las lenguas. Un curso que podemos comparar con el de los ríos: un río nace, desciende a través de valles y montañas, incrementando su caudal gracias a afluentes y termina desembocando en el mar. De una forma similar, las lenguas también nacen, se expanden aumentando su número de hablantes, reciben aportes de otras lenguas, cambian y, finalmente, desaparecen y mueren. Si pensamos en el latín, este curso estaría completo; en el español, todavía no, pues nuestra lengua sigue aumentando su caudal y gozando de vitalidad. Precisamente, son los cambios lingüísticos los que impiden que el español no llegue a su desembocadura.
Entonces, ¿por qué molesta el uso del lenguaje inclusivo o la creación de femeninos como presidenta, jueza o portavoza? La historia de nuestra lengua es testigo de incontables cambios lingüísticos: desde la sustitución de los casos latinos, pasando por la creación del artículo o de los tiempos compuestos, hasta el uso actual del voseo y del tuteo. Todos estos cambios ni han dañado ni han perjudicado nuestra lengua, tan solo han sucedido en el tiempo. De hecho, rechazar el lenguaje inclusivo por ser una práctica actual que destruye nuestra lengua, además de infundado, es anacrónico. En textos del español medieval ya encontramos muestras de desdoblamiento de género, concretamente en el Cantar del Mío Cid. En esta obra, fechada sobre 1200, podemos leer “Mujeres y varones. Burgueses y burguesas” entre sus primeros versos.
Si ahora se emplea con más frecuencia el lenguaje inclusivo o femeninos como jueza, presidenta o portavoza es porque la realidad social así lo introduce, lo impulsa y lo afianza. En el momento en el que la mujer ocupa una determinada profesión, surge la necesidad de denominarla y nace la forma femenina, como es el caso de jueza, presidenta o portavoza. La lengua siempre va de lo concreto a lo abstracto, no al contrario. Por eso, hasta que la mujer no alcanza estas profesiones, no existen las formas femeninas para denominarlas. Es decir, que la evolución lingüística de estos términos femeninos transcurre de forma paralela, nunca anticipada, a la evolución sociohistórica y política de la mujer. Algo similar ocurre con el lenguaje inclusivo, hasta que el movimiento feminista no planteó una revisión completa del sistema, incluyendo la lingüística, no comenzó a usarse -y debatirse- con más frecuencia. De hecho, la creación del morfema de género –e responde a una necesidad gramatical -y social- de determinados hablantes (Álvarez Mellado, 2021).
Es evidente que, si usamos jueza, alumnos y alumnas o niñe, no destruimos nuestra lengua, tan solo hacemos un uso de ella. Por lo que, si alguien se opone y rechaza estos mecanismos lingüísticos, lo hará por motivos sociopolíticos, no lingüísticos. A estas alturas, resulta ilógico delimitar la polémica sobre el uso del lenguaje inclusivo a la lingüística cuando su origen y trasfondo es claramente social y político. En la Academia podrá imperar un inmovilismo conservador y normativo, pero no olvidemos que una lengua es de sus hablantes, quienes decidimos cómo usarla. Y lo hacemos de forma libre e independiente de lo que dicen o proponen los académicos. Así que no, no estamos destrozando nuestra lengua, cuya energía ni se mejora ni se destruye, solo se transforma.
Álvarez Mellado, Elena (2021): “Lenguaje inclusivo: algunas claves lingüísticas” en El Diario, España.
Cantar del Mio Cid. Alfonso Reyes (ed.). Madrid, Espasa-Calpe, 1979.
Coseriu, Eugenio (1973): Sincronía, diacronía e historia. El problema del cambio lingüístico. Madrid, Gredos.
¿Cómo referenciar?
Albitre Lamata, Paula. “La lengua ni se mejora ni se destruye, solo se transforma” Revista Horizonte Independiente (columna filológica). Ed. Nicolás Orozco M., 05 enero, 2021. Web. FECHA DE ACCESO.
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