Estética, evolución y naturalismo

A la tremenda pesadumbre que causa una era marcada por catástrofes ambientales, climáticas, epidemias en medio de guerras y polarizaciones políticas, la humanidad exclama impotente, a pesar de que la ciencia ha despertado enormes posibilidades de transformación de la materia, la energía y la información. A todo este panorama se le suma el hecho de que no hemos sido capaces de justificar una imagen del universo dotada de sentido y significación, donde la vida y la conciencia tengan un lugar apropiado en la evolución cósmica, sino que las seguimos pensando como epifenómenos azarosos, y altamente improbables, restringidos a una ventana espacio-temporal extremadamente reducida, desde la cual nos asomamos desconcertados con un angustioso sentimiento de no pertenencia, desarraigo y ausencia de sentido.

Una imagen del mundo cimentada en la existencia de unas partículas, inertes y estáticas, describibles por parámetros abstractos y carentes de cualidades sensibles. En este contexto, explicar la vida se ha convertido en una tarea muy difícil, por no decir que imposible, por cuanto ella expresa un dinamismo y creatividad asociadas a un ímpetu, excitabilidad, emoción, o como diría Baruc Spinoza una voluntad de persistir (conatus), o según Henri Bergson, un “ímpetu vital” que se expresa como evolución creadora.

La ciencia ha servido de soporte a una cultura materialista, dominada por una realidad externa objetiva que, al ser considerada como el fundamento de todo lo existente, impide comprender la experiencia subjetiva de las cualidades del mundo. Tendemos a olvidar que las imágenes del mundo producidas por la ciencia no constituyen realidades en sí mismas, sino que son el fundamento de modelos mentales utilizados para explicarnos los datos sensoriales y los resultados de las observaciones y mediciones experimentales. Por supuesto que los modelos son indispensables para desempeñarnos y actuar en el mundo, razón por la cual se contrastan y afinan permanentemente, pero no sustituyen la realidad externa que existe independientemente de quienes la observamos.

En el imaginario avalado por la ciencia, el mundo carece de sentido y significación puesto que la vida en todas sus manifestaciones, incluyéndonos los humanos, no posee otro destino que sobrevivir en un escenario de lucha y competencia aguzada. El afán de objetivar el mundo se logró despojándolo de cualidades, dando lugar a la cosificación de entidades aisladas, por encima de su adjetivación que implica la interacción entre los observadores y lo que es observado. De modo que la pretendida esencia de las cosas quedó reducida a una abstracción desde el momento que las cualidades sensibles se definieron como accidentales.

A diferencia de la teoría corpuscular de Demócrito de Abdera, que inspiró en gran medida el materialismo de la ciencia contemporánea, Anaxágoras de Clazomene señalaba la existencia de semillas infinitamente pequeñas, portadoras de cualidades, las cuales se experimentan en contacto con las superficies sensibles que conforman los órganos de los sentidos. El mundo no sería visto como un choque de átomos que se ensamblan al azar, sino como una mezcla de colores, sonidos, aromas, olores, de los cuales unos se separan de los otros por un tipo de actividad mental, dando lugar a mezclas de distintas proporciones que son percibidas por una diversidad enorme de seres posibles. Si el cuerpo estuviera conformado por una materia insensible sería incapaz de sentir y experimentar las propiedades o cualidades de un mundo pleno de colorido, aromas, sabores, vibraciones, ritmos, melodías, etc. Mientras que las cualidades exigen de observadores sintientes que las perciben, los parámetros abstractos de las cosas, existen independientemente de que los observemos o no.

Si las cualidades sensibles fueran, en efecto, el sustrato último de la realidad, entonces nuestra concepción del mundo sería otra —o al menos, no nos sentiríamos tan extraños en él. En consecuencia, la significación sería más fácil de intuir, la expresión artística sería prioritaria a la ciencia racionalista y la preocupación por el cuidado de vida estaría en el centro de toda la actividad económica, social y cultural; el conocimiento estaría supeditado a una exploración artística que expresa el sentimiento interno de seres sensibles que habitan un mundo sensible. La realidad externa no estaría conformada por hipotéticos objetos insensibles, sino por subjetividades corporizadas que entretejen constantemente la urdimbre de una realidad provisional y cambiante. No todo está dado, sino que fluimos en un proceso creativo permanente, en un mundo poblado por formas variadas en extremo, que interactúan permanentemente dando lugar a organizaciones emergentes que presentan altos grados de coherencia funcional.

Retomando a Anaxágoras, la separación de las mezclas de cualidades no se limita a un proceso único que ocurrió en el pasado remoto, sino que constituye el fundamento para entender toda una dinámica creadora, actuante y viva en el presente. Separaciones que posibilitan la existencia de mezclas en proporciones muy diversas, susceptibles de actualizarse en un presente y lugar determinados, de manera que podrían surgir nuevas cualidades y seres capaces de impresionarse con ellas.

Platón atribuyó belleza al universo como una característica esencial del mismo. En el Timeo podemos leer que, un mundo informe y caótico, debió ser separado en cuanto a forma, número y medida por el demiurgo. La proporción armónica sería la realidad última que, como vibración musical, agita y sacude una “quora” infinita de la que como una matriz fecunda han surgido y siguen surgiendo las formas existentes, las cuales al regresar a ella como semillas contribuyen a la continuidad de los procesos de morfogénesis en el que parte de las potencias infinitas se van manifestando en el mundo viviente como formas ricas en cualidades sensibles.

Situación aparentemente paradójica puesto que permitiría conectar el mundo platónico con el evolucionismo inspirado en Charles Darwin, donde las formas vivas tienden a proliferar y a diversificarse, siendo restringidas únicamente por la disponibilidad de recursos que ofrece el medio ambiente, fenómeno cuya explicación simplificada se expresa en la conocida fórmula de “variación azarosa y selección natural”. Pero, a diferencia de Platón, si las formas se generan y varían al azar, la belleza y armonía no serían inherentes a las formas, sino una consecuencia de un proceso de adaptación gradual a un medio ambiente determinado. Es decir, el mundo de las formas vivas sería también una obra de arte que se produce paso a paso, por pinceladas, generación por generación, desechando unas y reteniendo otras, siempre inconclusas, producto de una subjetividad impersonal, o mejor de un “relojero ciego” al modo de Richard Dawkins.

No obstante, Darwin, a pesar de rechazar con tesón la idea de un diseño de las formas por parte de un autor divino, reconoció la belleza de las producciones de la naturaleza a lo largo de la evolución. En el último párrafo de la primera edición del Origen de las especies (1859) afirmó que a partir de la guerra en la naturaleza, el hambre y la muerte se sigue el más excelso objeto que somos capaces de concebir, es decir, la producción de los animales superiores. Afirma que hay grandeza en esta visión de la vida que, con sus varios poderes, fue originalmente alentada en pocas formas o en una sola, y añade que mientras el planeta ha seguido orbitando de acuerdo a la ley fija de la gravedad, de comienzo tan simples formas infinitas, más maravillosas y bellas han y todavía están evolucionando. En otras palabras, la belleza es inherente no solo en las formas producidas, sino sobre todo al proceso mismo que las genera de acuerdo a la ley evolutiva. Se ha querido ver en esta coda final de Darwin una expresión mística, puesto que en la sexta edición del “Origen”, un año después, aclaró que en efecto las formas fueron originalmente alentadas por Dios.

Pero, lo seguidores de Darwin, al haberse comprometido con el materialismo filosófico, han sido reticentes a aceptar que existe una tendencia o impulso natural a la aparición de seres sensibles con diversos grados de complejidad estructural y funcional. La frialdad e insensibilidad de los átomos de Demócrito, no da cuenta de una naturaleza conformada por seres maravillosos y bellos. Por el contrario, Johann Wolfgang von Goethe, se preocupó por una ciencia que capturara los aspectos cualitativos de la naturaleza, enfocándose en la experiencia de cualidades sensoriales. En consecuencia, el cometido de las ciencias de la vida no se limitaría a describir las estructuras corporales para entender la aparición y funcionamiento de la gran diversidad de formas vivas, sino que debería aspirar a penetrar la perspectiva o punto de vista que ellas poseen. En otras palabras, el ideal de la ciencia sería llegar a intuir como las distintas especies sienten y perciben el mundo. Reconocer en nuestras mascotas, los animales silvestres, las plantas, etc., subjetividades sintientes, tarea que invita a dejar, así sea por un momento, nuestra privilegiada centralidad para ponernos en el cuerpo y lugar de los otros con el ánimo de captar la “lógica” de sus comportamientos en el complejo entramado del mundo natural.

Idea, por demás extraña, a la racionalidad mecánica, a la cual Goethe se había declarado en contra, cuando al estudiar la naturaleza de la luz y los colores postulaba que las partículas lumínicas poseían colores como cualidad intrínseca a ellas, pero que, no obstante, solo se manifestaba al proyectarse en el ojo de quien lo percibe. En otras palabras, la luz y el ojo comparten una naturaleza común. El mundo físico posee cualidades y quienes las perciben nunca se despojan de su naturaleza física.

De hecho, Darwin, cuya visión decíamos que fue enaltecida por los defensores del materialismo del siglo XIX, reconoció al hablar de la selección sexual ejercida por las aves hembras que ellas eligen a los machos que ejecutan la mejor actuación de despliegue de plumaje, acompañado de cantos y rituales de danza, haciéndolos merecedores de la copula y dejando sin mayores posibilidades de reproducción a los menos virtuosos. Un criterio estético prevalece, en este caso, sobre la lucha simple y llana, no es el más fuerte, sino el artista más refinado de acuerdo al juicio estético de las hembras.

Darwin propone que la música se origina en las vocalizaciones del macho Homo sapiens para atraer hembras. Es decir, está ligada directamente al incremento de las oportunidades reproductivas. Los sentimientos de alegría, tristeza, serían productos colaterales de la selección sexual, una emergencia a partir de un mundo material insensible, de una vida primitiva en la que los sentimientos no se manifestaban con intensidad. El reconocimiento por parte de Darwin, de la belleza de las producciones de la naturaleza y la capacidad de emocionarse de al menos las hembras de las aves, se extendió en la observación de los gestos, movimientos y conductas de los primates en zoológicos, así como de sus propios nietos a quienes les dispensaba una gran ternura, sin que este trato le impidiera observarlos con la frialdad de un observador científico.

Por oposición a Darwin, Herbert Spencer consideraba que las emociones y la sensibilidad musical no se derivaban del proceso adaptivo por selección natural, sino que eran expresión del desbordamiento de una energía física que se manifiesta como experiencia sicológica. La vida en la tierra es materia organizada por la luz solar. La vida en sus múltiples manifestaciones es una sola, una misma energía que fluye sin rumbo predefinido desde un único comienzo, universal, dinámico, metamórfico, transformativo, creativo, no completamente individualizado, etc.

La indisolubilidad entre ciencia y arte no es fácil de percibir debido a que nuestra cultura entronizo la primera, a pesar de abundantes ejemplos que muestra su complementariedad. A fines del siglo XVIII, ya en la Nueva Granada, don José Celestino Mutis recorría la geografía de la cordillera central clasificando e identificando especies no conocidas en el viejo mundo. La corta vida de los herbarios donde se pretendía fijar la forma de una planta convirtió los dibujos como el registro prioritario de la diversidad biológica, considerando que las pinturas permanecen y no caducan con el marchitamiento y secado rápido de las plantas recolectadas. A los botánicos se les exigía trabajar con pintores de excelencia. Registros hermosos e impresionantes por la cantidad de información que proveen se convirtieron en un tesoro invaluable que hoy en día sigue siendo fuente de inspiración a biólogos de todo el mundo y que reposan en el Instituto de Ciencias Naturales de la Universidad Nacional de Colombia y el Jardín Botánico de Madrid. Conocer una especie es saber dibujarla para detenerla en el tiempo, en diferentes momentos de su ciclo de vida, para así poder apreciar la belleza de los rasgos distintivos que definen su clasificación taxonómica. No solo para Mutis, sino para numerosos naturalistas, arte y ciencia se requerían mutuamente para captar la realidad, no solo mediante el dibujo realista como en el caso de los pintores de la expedición botánica, sino además, recurrir a la prosa salpicada de versos y poemas, en el caso de Alexander von Humboldt, con el fin de expresar el sentimiento de estar navegando los ríos, escalando las montañas y abriendo trochas en las selvas, emocionado por poder contemplar en su hábitat seres tan maravillosos como bellos, sintiéndose parte insignificante de un gran todo planetario y cósmico dotado de significación.

La filosofía romántica alemana fue un intento de mostrar cómo detrás de la fragmentación producida por una ciencia que separa y aísla los objetos de estudio para estudiarlos, subyace un trasfondo común, dinámico y creativo capaz de proporcionar un sentido de unidad y armonía a las distintas caras de la realidad. La aparición de formas nuevas debería entenderse como el resultado de nuevas cualidades o propiedades que no pueden ser reducidas a la suma de las partes individuales tomadas por separado.

Es así como Ernest Haeckel, quien fuera influenciado por Goethe y Darwin simultáneamente, se propuso entender al animal como poseedor de un instinto artístico el cual se manifiesta en su morfología, y los comportamientos que ejecutan sobre el mundo circundante. Es así como Haeckel acompañó las descripciones meticulosas de los animales en hermosos dibujos y pinturas que buscaban comunicar de la forma más realista y original el movimiento de sus cuerpos, mostrando los rasgos anatómicos distintivos. Consideraba que la biología al descubrir el arte reflejado en las producciones de la naturaleza debería inspirar la arquitectura urbana en la construcción de espacios inspirados en formas orgánicas que, al romper con las rígidas estructuras cuadriculadas, permitiría la apropiación de la belleza del mundo natural al conferirle sensualidad y movimiento a los espacios que habitamos, hecho que incidiría en una mejor calidad de vida para la población. De la propuesta de Haeckel surgió el Art Nouveau que transformó, junto con la torre Eiffel, el ambiente urbanístico parisino en el tránsito del siglo XIX al XX. Pero, la arquitectura animal va más allá: se manifiesta en construcciones que sobresalen por su adaptación al medio, de modo que los nidos de las aves, los termiteros, las telas de araña, las presas de los castores, las colmenas etc., deberían servir como modelos para la búsqueda de un urbanismo amable y ecológicamente sustentable.

En el caso de Haeckel, además, sus explicaciones de la morfología, la evolución y la embriología estaban acompañadas de elaborados dibujos didácticos que contribuyeron a la difusión de la “teoría de la recapitulación”, en la que postulaba la relación íntima que existe entre el proceso de transformación de los individuos a lo largo de su vida, conocido como ontogenia y desarrollo, y la transformación y evolución de las especies a escala de la historia geológica de la tierra. Una conjunción creativa de procesos que desde lo interno y lo externo confluyen para moldear las formas vivas, conservando proporciones armónicas y funcionales, no solo entre sus partes constitutivas, sino en relación con otros seres vivos en un entorno determinado. La biología es estética en grado sumo, la ecología es el arte de mantener el entorno natural o medio ambiente común que todos compartimos.

Pero, la belleza y armonía inherente a la naturaleza también es matemática como explicaría posteriormente Wentworth d’Arcy Thompson. Este autor mostró cómo las formas vivientes pueden ser imitadas por puros procesos físicos como el burbujeo de sustancias viscosas sobre superficies acuosas y molduras de alambre. Más aun, las formas características de las distintas especies, serían el resultado de la variación de un mismo patrón general, como podemos observar en dibujos hechos sobre rejillas cartesianas en superficies elásticas, las cuales, al ser deformadas topológicamente, dan lugar a formas semejantes a las que encontramos en el mudo natural. Es decir, las distintas especies que comparten un patrón morfológico común pudieron generarse presumiblemente a consecuencia de fuerzas y tensiones mecánicas ocurridas durante la vida de los organismos y acumuladas en el tiempo geológico mediante los cambios de hábitos que conducen a variaciones en el uso y desuso de ciertos órganos, provocando extensiones de unos y acortamientos de otros. Es decir, el mundo en toda su belleza es físico y biológico al mismo tiempo, y quizás ha sido psíquico desde su más remoto comienzo, tal como lo entrevieran William James y Charles S. Peirce fundadores del pragmaticismo en Norte América.

El pensamiento triádico de este último autor puede entenderse como sigue. Lo “primero”, en el sentido de lo prioritario, lo principal, lo más arcaico, se

caracteriza por una suerte de energía o impulso vital, fuente de sensibilidad y cualidades, espontaneo y creativo, siempre listo a manifestarse. Una energía actuante que posibilita la aparición de múltiples patrones, imposibles de discernir con antelación, pero que, al canalizarse, fluyen en una dirección preferente, generando regularidades que como hábitos se van fijando hasta arraigarse en el mundo natural. En esta óptica, el universo siempre ha expresado una tensión, una vibración armónica, un potencial creador, una sensibilidad que resuena con ella misma y con todas y cada una de las formas que se han actualizado en diversos momentos de la historia de la vida y el cosmos. No podemos entender la sensibilidad, la vida, la transformación permanente de las formas, si no aceptamos que el sustrato último de lo existente es un “algo” dinámico, irritable, excitable, como un continuo heterogéneo, no individualizado que, chispea flujos impetuosos de energía, poseedor de una potencialidad infinita, a partir de la cual, en momentos y lugares determinados, se actualizan algunas, mientras que otras ya actualizadas o manifiestas, se integran entre ellas despertando nuevas potencialidades.

El universo así pensado, no individuado, tendría la capacidad psíquica de experimentar y sentir para, de esta manera, posibilitar el surgimiento de procesos de individuación de agentes o subjetividades corporizadas de diversa índole. La materia sería una mente dormida que se expresa no obstante como creadora, sensible y auto organizadora, la cual posee simultáneamente cualidades físicas y psíquicas o mentales. Recordemos que, en las últimas décadas del siglo XIX, Ernest Mach hablaba acerca de la dificultad de distinguir entre ley física y psicológica o mental. Razón por la cual Peirce no dudo hablar de la “ley de la mente” para explicar la evolución y organización del mundo.

La “primeridad” corresponde a la energía que se expande sin restricciones hasta encontrar obstáculos y fricciones que favorecen el flujo de la energía por ciertas rutas y no por todas las posibles. La categoría de la “segundidad” expresaría el choque, fricción o resistencia en el que se delimitan las posibilidades reales, a partir de las cuales se actualizan las formas mediante la modificación e integración de las ya existentes. Proceso en el que se consolidan regularidades que, como los hábitos psicológicos, se fijan, invitándonos a pensar las leyes de la naturaleza, ya no como imposiciones externas impuestas por un Dios legislador, sino enraizadas en la naturaleza misma que conforma el cuerpo necesario para la manifestación de la actividad mental. Las leyes de la naturaleza, entendidas como hábitos sicológicos, es parte de lo que la categoría de la “terceridad” explica, la tendencia de la naturaleza a generar un orden progresivo.

De acuerdo a este esquema de pensamiento, la subjetividad de los seres vivos comenzó a ser reconsiderada como parte fundamental de la biología a raíz de los trabajos experimentales de Jakob von Uexküll quien vio la unidad básica de la vida en lo que denominó circulo funcional. Postuló una unidad entre las percepciones captadas por los órganos sensoriales de los organismos y las acciones sobre el mundo externo que moldean a los objetos portadores de las cualidades percibidas. Es decir, los organismos son sujetos corporizados que no solamente dependen de los factores físicos que rigen la vida en la tierra, sino que cada especie tiene una forma propia de relacionarse con el mundo, expresando un sentimiento, un modo de vivir y actuar en integración funcional con el mundo experimentado o mundo circundante (Umwelt). La experiencia estética, es el producto de la interacción continua y acumulada de los seres orgánicos y el mundo, tal como lo había expresado John Dewey (1934), no existe otra base sobre la que pueda construirse la teoría y la crítica estéticas.

La evolución se basa en la habilidad de los organismos para percibir y crear una “modelo interno” del mundo que experimentan, el cual los capacita para desempañarse adecuadamente utilizando los recursos de la mejor manera y contribuyendo a su renovación. La supervivencia está asociada a la habilidad para anticipar cambios ambientales, es decir, la fiabilidad del modelo. Pero la interacción con el mundo que da origen a la concordancia entre percepciones y acciones no es como tal un producto de la adaptación, sino la base misma del vivir, de modo que el canto de las aves no sería únicamente una invitación al cortejo, sino quizá la expresión de un sentimiento interno de placer o alegría como decía Spencer. No obstante, la creatividad artística no se limita a la danza que invita al ritual de cortejo, sino que, además, como los pájaros (Amblyornis inornatus) de nueva Zelanda, incluye la construcción de pasajes con palos para abrir el camino hacia espacios decorados con plumas, conchas, además de diversos objetos coloreados dispuestos de modo que las hembras se sientan atraídas hacia aquellos machos, que aunque menos vistosos en cuanto al color de su plumaje, resultan ser diseñadores con alto sentido estético.

Ciencia y arte son maneras complementarias para expresar la realidad. La primera mediante una perspectiva externalista y objetivista, interpreta y modela matemáticamente el mundo para dar cuenta de los datos provenientes de mediciones experimentales; mientras que la segunda, lo hace desde una interioridad que desborda el sentimiento individual y colectivo. Mientras la ciencia describe la materia abstracta que soporta los accidentes sensibles, el arte intuye directamente la forma subyacente esencial. Mientras la primera se apega a una búsqueda objetiva de la verdad, la segunda proporciona una experiencia subjetiva de sentido y pertenencia al mundo real. No hay límite entre lo natural y artificial. La realidad siempre está en autoconstrucción, es un proceso inacabado de creación que se capta por la experiencia del vivir, en cuanto somos partes de esta misma transformación. La razón abstracta de la ciencia que captura objetos como si fueran obras terminadas debe complementarse con el arte que continua el proceso creativo de la naturaleza.

Igualmente, la línea fronteriza entre naturaleza y cultura se difumina puesto que esta última actúa sobre la primera acelerando procesos de transformación a nivel planetario, pero mientras los microorganismos y los vegetales la hicieron propicia para la vida animal, los humanos parecen encargados de hacerla imposible, precipitándonos en la era que se conoce como el Antropoceno. Con la aparición de lo humano, caracterizado por el pensamiento simbólico y una consciencia capaz de reflexionar sobre sí misma, la naturaleza tomó el riesgo de proyectarse más allá de sí misma, otorgándole a los humanos la responsabilidad de decidir a pesar de nuestra insensatez, indolencia e ignorancia, el curso futuro del planeta. El tiempo se agota para que la inteligencia y la sensibilidad, aunadas, permitan vislumbrar un cambio de rumbo hacia una vida en la que prosperen las diferentes especies para el beneficio de la biosfera como un todo integrado, o por el contrario se impondrá la destrucción de lo alcanzado evolutiva y culturalmente. Deseemos que los humanos que sobrevivan reencuentren en otras condiciones un camino de interacción armónica con la naturaleza.

Para terminar, quisiera referirme al cuadro de Maurits Cornelis Escher, titulado Lazos que unen, en el que bellamente se contrastan los dos aspectos, racional y sensible, que he discutido. El cuadro representa un espacio vacío, oscuro y silencioso, tal vez infinito, donde flotan cuerpos esféricos, sólidos, rígidos e inmutables, y superficies continuas como cáscaras de fruta recién peladas que se entrelazan conformando la epidermis de dos caras huecas, cuyas miradas iluminan el escenario cósmico a la vez que los labios parecen quebrar el silencio de fondo. En otras palabras, la permanencia de una materia discreta e inerte, descrita por la razón abstracta, parece oponerse a una vida persistente que, como un continuo, se pliega en hélices que se entrelazan en una emocionada interacción que solo la intuición del artista logra captar a profundidad.

Referencias.

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Whitehead Alfred N. 1969. Process and Reality. The Macmillan Company. Toronto.

¿Cómo referenciar?
Andrade, Luis Eugenio. “Estética, evolución y naturalismo” Revista Horizonte Independiente (Columna Científica). Ed. Nicolás Orozco M., 04 feb. 2024. Web. FECHA DEACCESO. 

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