Si para algo sirvió la pandemia por Covid-19, además de darle un buen susto al antropocentrismo occidental, fue para hacer aun más visibles los sectores privilegiados de la sociedad; y es que la diferencia entre la inconciencia o la reactivación económica se encuentra en el color de piel, el tamaño de la cartera o la marca consumida. No es el acto quien habla por sí mismo, sino los públicos que le observan.
Cuando inició la cuarentena (en México, oficialmente desde el 23 de marzo del 2020) uno no esperaba ser parte de la serie de cambios que hemos estado viviendo. Y a decir verdad, para algunos ni siquiera han sido relevantes. Es cierto que el aislamiento fue una medida que permeó en varios sectores, sobre todo el económico, pero hubo para quienes esto no significo sino aburrimiento y, en otros casos, comodidad.
En efecto, la pandemia no es solamente una. Se puede pensar en las razones por las que cada quién quería que se diera por terminada. Frente al comerciante que anhelada el momento para volver a salir a trabajar con ansias, tenemos también al joven con fiestas y salidas como lo único en mente. Las prioridades, los deseos y esperanzas han sido dispares desde el inicio.
Y tal vez ese ha sido un matiz muy general de la pandemia: su individualización; esa forma de socialización donde sólo importa lo que a mí me importa; donde las necesidades del otro pasan a segundo plano frente a mis deseos. Y si quien piense así cuenta con los medios suficientes y necesarios para ello, que así sea. No habrá forma de hacerle frente. Como aquel vecino que se estaciona frente a tu puerta porque se cree con el derecho divino para ello, hay gente que de igual forma se sabotea las condiciones de salubridad de su entorno: fiestas, falta de cubrebocas, salidas familiares -pero a la escuela no, porque esa sí es mortal. Y si estamos mal, es la culpa de ellos, ¿verdad?
Pues no. O al menos, no del todo, porque cuando hacer eso se torna una decisión, sí es una falta de empatía del tamaño del mundo. Pero cuando no se puede evitar, el de la empatía tiene que ser uno. Porque es muy fácil tildar de inconscientes a quienes van apretados en el metro o microbús desde la comodidad de tu coche; qué sencillo resulta llamar “necios” a quienes no usan cubrebocas KN95, sin pensar que el precio de éste supera lo que ganan al día para comer. Mirar con desdén a esa bola de gente que sale a trabajar, cuando uno puede hacerlo desde casa con ayuda de una computadora y conexión a internet es justo una forma en que los privilegios se materializan. Es fácil estar aburrido en la pandemia cuando no tienes nada que te preocupe; pero cuando uno tiene que arriesgar su vida para salir a trabajar, el aburrimiento es lo de menos.
¿Existe otra posibilidad? Claro. También están quienes toman la decisión de salir como un acto de empatía y, curiosamente, son también los grupos menos privilegiados. Y a estos que se manifiestan en las calles también se les ve feo; son los ojos del Estado quienes les juzgan, o eso podría parecer; pero no, la verdad es que les temen. Porque ni la pandemia, ni el riesgo a enfermarse o incluso morir pudo calmar los ecos de lucha por la justicia en Latinoamérica.
El que las condiciones de vida pandémicas sean cómodas para algunos grupos sociales no está mal; tampoco lo es vivir rodeado de privilegios. Lo que sí puede ponerse en entredicho es juzgar desde esa posición los actos ajenos. Y es lo mismo que se trate ir a comprar una pizza en filas interminables durante el día del niño, hacer bola para entrar al metro en hora pico, o bien, juntarse con muchos extraños al unísono del hartazgo por las condiciones gubernamentales de su país: Chile, Colombia, Paraguay, Ecuador, entre otros, han dado cátedra de cómo hacer frente al Estado y buscar un cambio político y social. Pero así como el del coche ve feo a quien usa el microbús, el Estado también menosprecia a quien se manifiesta. De ahí que no existan saldos blancos, sea por la Covid, una bala perdida, brutalidad policiaca o un mal golpe. Las luchas en Latinoamérica, esto es, la apropiación de las calles en plena pandemia, han dado inicio a cambios sociales que ponen a temblar las estructuras más privilegiadas.
El fallo gubernamental es ese: los gobiernos han fallado en garantizar el bienestar de su gente y, ahora, la gente lo busca por sus propias manos. Y si el Estado es aquello que ha hecho tanto mal, lo mejor en aras de lograr dicho bienestar es combatir dicho estado. Resulta lógico, no sólo como silogismo, sino como obviedad histórica. Es momento de que pase; y si el alza en los boletos del metro, la falta del subsidio a hidrocarburos, o reformas tributarias absurdas son necesarias para ello, entonces los últimos años han sido idóneos. Lo único que ha fallado, entonces, ha sido el gobierno.
¿Cómo referenciar?
Cerna, Daniel. “El fallo gubernamental” Revista Horizonte Independiente (¿Y qué tal si?). Ed. Nicolás Orozco M., 29 ago. 2021. Web. FECHA DE ACCESO.
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