Anton Chéjov (1860 – 1904) en “El Pabellón Número 6”, relato publicado en 1892, uno de sus más conmovedores y geniales cuentos, nos pone de frente con el doloroso interrogante de cómo vivir en medio de la adversidad, la indolencia y la maldad. Lo hace a través de la historia de la relación médico – paciente entre Andréi Yefímych Raguin e Iván Dmítrich Grómov. Raguin lleva años como médico jefe de un hospital; sitio que él mismo detesta por ser la encarnación de lo que como científico y persona honrada aborrece: un lugar sucio, en donde los pacientes no reciben los tratamientos que deberían y quien llega a parar allí tiene más probabilidades de empeorar que de sanar. Él -aunque intentó recién llegado cambiar esta situación-, pronto pierde el entusiasmo pues, desbordado por el siempre creciente número de pacientes que debe recibir y la escasez de medios y recursos para aliviarlos, se va convenciendo de que no importa cuánto empeño ponga en atender a los enfermos, cada día será peor que el anterior. Así, va perdiendo la pasión por su trabajo y se consuela pensando que haga lo que haga nadie escapa al sufrimiento y quizás sea esto lo único que diferencia una vida humana de otras formas de existencia. Apenas si se interesa ahora por la suerte de los pacientes y deja en manos de subalternos, algunos inescrupulosos y otros mediocres, la atención de los enfermos y el día a día del hospital. Él pasa la mayor parte de su tiempo leyendo y pensando cómo en otros lugares la vida es mejor y cómo sería su vida si no hubiera tomado ese puesto.
Iván Dmítrich Grómov, por su parte, es un joven estudiante a quien la desgracia ha golpeado varias veces: su hermano muere, su padre se arruina y debe dejar la universidad para poder hacerse cargo de su anciana madre, pero su naturaleza es enfermiza y desarrolla una manía persecutoria. Lo recluyen en el pabellón número 6, a donde el Dr. Raguin raramente se dirige. Grómov, aunque ha perdido la cordura, no deja de ser amable con sus compañeros y se lamenta de las condiciones infrahumanas del pabellón; grita a quien le quiera escuchar que la vida en ese lugar es una indignidad y una afrenta. Un buen día, Raguin se acerca al pabellón y termina conversando con Grómov, a quien encuentra fascinante. El tema invariable de sus conversaciones de ahí en adelante es si hay un límite en el cual nadie pueda ya encontrar consuelo. Raguin defenderá que no importa el lugar donde uno esté, siempre es posible encontrar alivio en que uno mismo es la fuente de todo bien y todo mal; no importa qué tragedia suceda, una persona de valía siempre sabrá reconocer que todo dolor, todo sufrimiento es soportable y que lo que importa es conservar la serenidad del ánimo; Raguin en sus conversaciones con el joven paciente le menciona como ejemplos a Diógenes el cínico y al estoico emperador Marco Aurelio. Grómov, por el contrario, cree firmemente que tal actitud, que niega el peso del sufrimiento y que invita a cultivar una actitud indiferente es una impostura de la peor calaña; expone que las ideas de Diógenes apenas valen en un “clima como el de Grecia”, donde el aroma de los naranjos todo lo perfuma, y que no hay nada peor que no comprender que una vida de valía, bien vivida, supone reconocer el terrible peso del dolor, del sufrimiento y rebelarse ante ello.
Grómov se pone como ejemplo de un ser que al sufrir como lo hace es una persona sana moralmente, pues no es indiferente al dolor, reacciona ante la ruindad y siente asco ante las infamias y defiende que una vida de espaldas a esto sería una inferior e insensible, propia del peor estólido. Raguin le dice que hay situaciones que no pueden cambiarse y la única salida posible es recurrir al consuelo derivado de aceptar las cosas como son y pensar que los únicos bienes o males provienen solo de sus pensamientos. Para el médico, el primer paso en el caso de Grómov sería aceptar que debe estar recluido y que no hay diferencia alguna entre estar dentro o fuera de los barrotes del pabellón, pues en todas partes hay injusticia y maldad. La diferencia estará en la actitud de Grómov y eso depende de él, estuviera o no en el pabellón.
Raguin está tan embebido en sus conversaciones con su paciente que no percibe que a su alrededor lo empiezan a ver como alguien que está perdiendo la razón; eventualmente termina siendo recluido con su paciente. Raguin cree que los demás se equivocan, pero ya no hay manera de persuadirlos de que no ha perdido la razón. Ahora inicia su ordalía, ¿será capaz de poner en práctica lo que tan doctamente recomendó a Grómov?
El poder de este relato de Chéjov es confrontarnos con nuestras creencias más profundas sobre el infortunio y nuestra capacidad para hacer frente a él. A través de Grómov y la actitud que finalmente tiene Raguin, Chéjov hace una poderosa declaración: el dolor y la maldad existen, somos frágiles; y hay una diferencia sustantiva entre filosofar dentro del pabellón y fuera de él, embriagados por el dulce aroma de los naranjos. El escritor ruso compendia además muy bien una de las críticas centrales al estoicismo. Algunos señalan que este relato es una crítica y renuncia declarada a los ideales tolstoianos de optimismo metafísico y creencia absoluta en que el bien gobierna el mundo, y de los que en algún momento de su vida Chéjov fue fiel seguidor. Su relato nos pone de frente a los dilemas más desgarradores que una persona pueda enfrentar en el curso de su vida.
Epicteto, famoso filósofo estoico, refiere en su “Manual para la vida feliz” que Sócrates, ante la inminencia de la muerte y preguntado por sus acusadores, afirmó: “Ánito y Meleto pueden condenarme a muerte, pero no perjudicarme”. Sócrates ante la muerte no se acobardó. ¿El problema del estoicismo de Raguin es que éste fue incapaz de dar el paso de la teoría a la práctica o hay algo esencialmente perverso, anti – vital, en buscar la imperturbabilidad estoica? En defensa de los estoicos podría argüirse que si bien consideraban la tranquilidad del ánimo como un rasgo central de alguien que viva sabiamente, ésta no era la única condición, había otra, igualmente central: toda elección vital debe hacerse honrando lo justo y todos, sin importar nuestras condiciones, podemos hacer elecciones. Tal vez Chéjov no censura del todo al estoicismo pero sí nos confronta con el hecho de que Raguin no ha cultivado la imperturbabilidad como corresponde, sino que se ha dejado consumir por la apatía, ha renunciado a hacer las cosas que sí eran de su elección; ha leído a los estoicos pero no ha dilucidado ni puesto en práctica lo esencial. La imperturbabilidad y la aceptación se justificarían solamente en el caso de que se trate de una actitud frente a lo que realmente no está en nuestras manos modificar. Pero esto presupone hacer bien la distinción entre aquello que podemos cambiar y lo que no. Quizá Raguin se equivoque al resignarse frente a una situación que sí puede tratar de mejorarse y que estaba en su poder cambiar, por ejemplo no descuidar sus labores como médico y jefe del hospital.
Ahora que estamos rodeados por discursos de prácticas de “mantén la calma”, “busca la tranquilidad”, etc. conviene recordar, gracias a reflexiones como las de Chéjov, que hay una delgada línea entre vivir con tranquilidad y convertir esa vida en una existencia despreocupada de los lazos y responsabilidades que nos unen a los otros.
¿Cómo referenciar?
Rico Torres, Ana Isabel. “El aroma de los naranjos” Revista Horizonte Independiente (columna literaria). Ed. Nicolás Orozco M., 07 oct. 2020. Web. FECHA DE ACCESO.
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