El arcoíris del espíritu

Recién comenzó junio, un amigo decía que en su actual país de residencia ha podido experimentar una transformación en su posicionamiento frente a la religiosidad. Anteriormente era ateo, afirmaba, pero ahora ha empezado a tener oportunidades de considerar seriamente su espiritualidad. Como un hombre gay, tenía razones de peso para alejarse de las religiones tradicionales. Si las religiones me dicen que soy deleznable por ser gay, o que tengo acceso a la salvación y al amor divino solamente si renuncio a mi homosexualidad, parece que solamente tengo dos opciones: o bien entrar en guerra con mi propia homosexualidad con tal de disfrutar de un lugar en mi comunidad religiosa y la posibilidad de una vida espiritual, o bien renunciar a ambas.

Pocos han sido los estudios sobre los cambios religiosos en Colombia, pero los existentes parecen indicar un fuerte crecimiento de la población no religiosamente afiliada, tendencia especialmente notoria en las generaciones más jóvenes. Ahora bien, si consideramos la población LGBTI, la proporción de personas que se declaran no religiosas (o incluso abiertamente ateas) se dispara respecto del resto de la población. Este fenómeno no se explica sin tener en cuenta que la creciente urbanización y modernización de una sociedad como la colombiana abre la posibilidad de no tener una religión. En el caso de la población LGBTI, es entendible que esta posibilidad sea especialmente atractiva. ¿Por qué estar donde soy negado, cuestionado en mi propio ser o condenado a una continua tensión contra mí mismo, si tengo opción de entrar en círculos sociales que me aceptan como soy?

Mi experiencia como docente en la universidad pública y como hombre gay me hace concluir que la gente joven y mucha gente LGBTI tiende a criticar e incluso despreciar “la religión” por motivos similares (aunque en circunstancias no necesariamente iguales): la perciben como fuente de opresión, terrorismo psicológico y odio. El problema existe y no es esencialmente diferente a lo que diagnostica Mark Gregory Karris en su libro The Diabolical Trinity: Healing Religious Trauma from a Wrathful God, Tormenting Hell, and a Sinful Self (La trinidad diabólica: curar el trauma religioso venido de un Dios iracundo, un infierno atormentador y un yo pecador). Él, sin embargo, no tiene exactamente el mismo diagnóstico que mucha gente irreligiosa de hoy.

Karris es un terapeuta que, entre otras cosas, se ha especializado en el trauma religioso. Ve con preocupación que en varias denominaciones del cristianismo estadounidense está creciendo la influencia de teologías centradas en el temor a la condenación eterna en el infierno. Afirma que ha conocido numerosos casos de personas de fe que, a pesar de llevar una vida cristiana ejemplar, pasaban sus días consumidas por la angustia de que algún día Dios les recordaría incluso las más pequeñas faltas y que por ellas serían condenadas al infierno. Los grados de temor y terror que Karris podía observar en ellas son comparables, asegura, a las de individuos con trastorno de ansiedad. Estas “teologías infernales” han provocado, en fin, un daño psicológico enorme en no pocos estadounidenses.

Sin embargo, el mensaje de Karris no es que la religión sea el problema. El problema es una cierta forma de entenderla y desarrollarla. Tiene todo que ver, me permito agregar, con una forma reactiva de confrontar la modernidad. Y sí: la modernidad ha sido un gran desafío para todas las religiones. Y sí: tienen derecho a enfrentarla e incluso a criticarla, me atrevo a decir. Pero si esa confrontación es reactiva, si se reduce a tratar de destruir o incluso neutralizar esa modernidad que se percibe amenazante, la tensión resultante se disparará inevitablemente en todas direcciones y en formas violentas, muy violentas. Por eso millones sufren en varios rincones del mundo.

Volvamos a Colombia. En una sociedad como la nuestra, lo que muchos jóvenes conocen como “religión” no es más que ciertas formas institucionalizadas del cristianismo. Insisto: ciertas formas. Escasamente hay quien tenga noticia de teologías pro LGBTI, mucho menos teologías queer (o cuir). Esa realidad, sumada a un muy influyente discurso antirreligioso de raíz ilustrada según el cual la religión es poco menos que la causa de todos los males de la humanidad, redunda en una situación trágica: mucha gente, especialmente gente LGBTI, se ve privada de espiritualidad. También eso le ha sido robado a la mujer lesbiana, el hombre gay; a la persona trans, intersexual, no binaria, queer

Aun así, la gente no deja de buscar. En México la Santa Muerte tiene un importante impacto en la población trans, tradicionalmente marginalizada. En Colombia, la población trans del bogotano barrio Santa Fe (lugar de marcada marginación social, destino de individuos a quienes la sociedad no les deja más opción que la prostitución o el crimen) ha acabado por convertir al astrónomo Julio Garavito en un santo popular: visitan su tumba en el Cementerio Central para rendirle ofrendas y hacerle plegarias. En sectores socioeconómicos más afortunados, he conocido personas LGBTI que se inclinan por la meditación, el tarot, el yoga, las runas, entre otras muchas prácticas —usualmente más de una a la vez.

Por motivos que no puedo exponer aquí (so pena de acabar cambiando de tema), he llegado a pensar que en la Ilustración se cometió un gigantesco error cuando se atribuyó a la “religión” en sí misma la causa del fanatismo. Pero religión es muchas cosas. Puede ser fanatismo como puede ser aceptación; puede ser unas veces conservatismo y otras revolución. Lo que en todo caso se mantiene es la búsqueda humana, profundamente humana, de lidiar con la propia finitud. Somos seres que inevitablemente despertamos a que moriremos, a que somos extremadamente limitados. Queramos o no, vamos a buscar la manera de hacer las paces con nuestra limitación. La responsabilidad de todas las instituciones herederas de las tradiciones de sabiduría (llámensele religiones o como quieran) es apoyar esa búsqueda humana. Que las instituciones fallen en su responsabilidad no invalida la búsqueda misma.

Me considero una persona religiosa —es más, profundamente religiosa. Soy un hombre cis homosexual. No encuentro incompatibilidad entre una cosa y la otra. Mi orientación sexual sí que impone, no lo voy a negar, unas exigencias espirituales diferentes a las que puede tener una persona heterosexual. Pero eso no me hace ni mejor ni peor. Me podrían decir: no eres religioso, eres espiritual. ¿Pero qué querrían decirme con eso? ¿Cuál es la diferencia esencial o relevante entre ser religioso y ser espiritual? No puedo dejar de pensar que detrás de esa distinción hay una enorme confusión heredada del pensamiento ilustrado, una confusión que nos cuesta mucho, y le cuesta mucho más a poblaciones habitualmente marginalizadas.

Sea como sea, pienso que es fundamental trabajar por la accesibilidad de la población LGBTI a la religiosidad. Eh… ¿debía decir espiritualidad? Bueno, díganle como quieran… Sea como sea, el punto es ese. El ideal del budismo mahāyāna es el del bodhisattva: aquel que en lugar de enfocarse en su propia salvación, consagra todos sus esfuerzos en ayudar a todos los seres sintientes. En una palabra, no vive meramente para sí mismo, ni tampoco simplemente para los demás; sino que en su vivir enteramente para los demás se encuentra enteramente a sí mismo. En el cristianismo, el análogo del amor del bodhisattva se llama agapé: el amor de quien se ha convertido enteramente en instrumento de la voluntad de Dios, es decir, que en su vivir enteramente para los demás se encuentra enteramente a sí mismo. Pienso que este ideal expresa la esencia y el culmen de toda auténtica espiritualidad. Parece inalcanzable, y quizá lo sea, pero o apunta en esa dirección o no será espiritualidad auténtica.

Ante mis circunstancias pasadas y presentes, me siento tremendamente afortunado de haber tenido ocasión de acceder a mi religiosidad. No exagero si digo que es lo que me tiene con vida hoy en día. Sin ella, quizá hoy estaría muerto, o sería como un muerto. Pero sería un gigantesco error percibirla como un privilegio. La tengo gracias no a mis propios esfuerzos, sino al esfuerzo de quienes me precedieron. Así pues, por más pequeños e insignificantes que puedan ser, debo orientar mis esfuerzos a apoyar a los otros. Lo que sea mi homosexualidad, como cualquier otra faceta de mi personalidad, deberá pasar por ahí. Y cuanto más pase por ahí, más fácil experimentarme pleno, entero. A lo mejor otra manera de entender qué es la búsqueda religiosa es precisamente esa: la búsqueda de sentirse pleno.

¿Cómo referenciar?
Barbosa Cepeda, Carlos. “El arcoíris del espíritu” Revista Horizonte Independiente (columna cultural, ¿Y qué tal si?). Ed. Brayan D. Solarte, 25 jun. 2023. Web. FECHA DE ACCESO. 

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