Una urgencia se da casi por accidente. Los ahorros de colchón para cualquier urgencia sirven mientras no se usan, porque una vez empleados, ya no estamos listos para una urgencia. Algo así pasa con el primer “te amo” de una pareja; se sabe que sólo hay una vez para decirlo, para hacerlo, pero de repente, después de ello es empezar de nuevo. Así, ante una urgencia uno se pone a pensar en todo lo que pudo hacer para haberlas evitado: poner barandal para que no se caiga el niño, llevar el carro a revisar antes de que se desvíele el motor, estudiar más horas antes de reprobar el examen, haber abrazado más a papá antes de que se muriera o bien, haber bloqueado a esa persona antes de enamorarse ‒y después, tener roto el corazón. Todos estos son ejemplos de cosas que sabemos que pueden pasar y que hacemos como que no, pero cuando pasan, ya es muy tarde.
Esa es la naturaleza de las urgencias: el tiempo tardío en el que ocurren. Porque todo pasa, menos eso para lo que tanto nos hemos preparado. Curioso es que no sabemos qué va a pasar cuando ocurren, y entonces viene la angustia de no saber para qué prepararse. Porque es cierto que en una relación existe un riesgo de salir con el corazón roto, y aún así amamos. Podemos estudiar con el riesgo de reprobar, y ahí estamos. Podemos ser amigos con el riesgo a ser traicionados, pero brindamos la mano. Lo malo es que cuando ocurren las cosas pensamos en todo lo que pudo haber sido diferente. A la urgencia le urge el pasado para funcionar porque con más tiempo pasado, es, en todo caso, un lamento; algo para lo que ya estamos preparados y ahí la ruptura no duele, porque las cosas ya estaban rotas desde antes.
Y a la par de la urgencia, viene la prisa. Con la prisa lo que falta es futuro. Porque hay muy poco tiempo para lograr todo lo que queremos. Tenemos prisa en acabar una carrera, pero no nos urge y lo sabemos porque al graduarnos extrañamos estudiar, pero lo único que nos queda es el desempleo. Y en ese lapso entre la prisa y la urgencia estamos nosotros; entre la urgencia del pasado y la prisa del futuro, sin saber qué hacer, sin saber hacia dónde, sin saber para cuándo; a veces, sin saber siquiera quiénes somos.
Creemos que es urgente dar respuesta esas preguntas y, a veces, por lo mismo, lo hacemos con prisa: lo primero que viene a nuestra cabeza, nuestra casa o corazón. Y ahí vamos, con un cúmulo de pensamientos, un cúmulo de amores y un cúmulo de dolores pensando que el siguiente es el bueno cuando lo mejor fue lo que ya pasó.
Así, vivimos en una sociedad llena de nostalgia, para la que cualquier futuro es peor que cualquier pasado. Para la que cualquier edad es mejor que la actual y lo mismo con la pareja, porque ya no es como al inicio. Y peor cuando uno se da cuenta de lo mucho que ha cambiado. Es ahí cuando el ayer nos urge, porque el presente no ha sido suficiente. Es ahí cuando el ayer nos duele y tratamos de volver a él. De ahí la nostalgia por un pasado que fue mejor.
Por eso hay quienes nunca tienen 30 años: porque a sus 33 dicen que tienen 20 y tantos. Pero a eso de los 36 que ya no pueden ocultar su edad dan un brinco de 5 años y la edad les cae de peso. Lo mismo pasa con el tiempo que te falta para terminar tu tesis, el “ratito” faltante para renunciar al trabajo que no te gusta o la última oportunidad para perdonar una infidelidad. Nos urge volver a dicho pasado, porque quizá ahí éramos felices. Quizá por eso tanta Barbie y Marvel en el cine: porque los adultos de 30 nos dimos cuenta de que nuestra vida infante era mejor ‒sin deudas, sin miedos, sin prisas‒ y de que para quien nos cuidó en ese entonces, lo que les falta es tiempo. Un abrazo a papá nunca está de más; tampoco toma mucho tiempo.
¿Cómo referenciar?
Cerna, Daniel. “A los 30 y tantos; o sobre la urgencia del ayer” Revista Horizonte Independiente (Columna Cultural). Ed. Nicolás Orozco M., 01 oct. 2023. Web. FECHA DEACCESO.
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