Revista Ignis. Corporación universitaria Minuto de Dios
Ciclo II de “Las humanidades en…”
Me preocupa es la calvicie: la ansiedad que crece (inversamente proporcional) por cada pelo que abandona mi cabeza.
¿Sabían que el gen de la calvicie lo pueden heredar y transmitir las mujeres, pero en ellas no se manifiesta? Mi mamá, por ejemplo, no deja un pelo en el sifón de la ducha, pero me heredó la calvicie de mi abuelo, y él ni idea de qué otro calvo. Pero si me remonto hasta él o ella, me encontraría con el argumento de una novela. Una genealogía marcada por la pérdida prematura de cabello ―antes del año, para ser dramáticos. En cualquier pueblo remoto de este país, a los personajes de esta historia los años les pasan lento, hasta que mueren y les brota una mata por fuera de la tumba.
Y a estos árboles (de las mechas que les crecen a las calaveras) hasta les podrían nacer granadillas, pero acabo de descubrir en el teclado de mi portátil tres pelitos míos, rubios y rizados, que se mezclan con los de color blanco que suelta mi perra. Y viéndolos, la angustia se ha condensado en una serie de cosas a las que no supe cómo ‘echarles tijera’.
La calvicie y el antropoceno
Una vez hice la siguiente encuesta en un grupo de compañeros de oficina: ¿Usted prefiere quedarse calvo o morir? Todos me respondieron que lo segundo. Ninguno tuvo clemencia de mi alopecia y por lo menos lo dudó.
¡Profesor Desmond Morris!, autor del Mono Desnudo, ¿Qué opina? Según su libro, el ser humano no ha hecho más que convertirse en una criatura lampiña desde que bajó de la copa de los árboles y corrió por la sabana africana. ¿Qué opina, ahora que millones de años de evolución después, en pleno antropoceno (que significa el amanecer de nuestra especie), se prefiera la extinción por encima de la pérdida de pelo?
Nada. El profesor Morris murió hace bastante tiempo. Pero cuando le hice la misma pregunta al estilista de mi mamá ―la autoridad capilar más cercana― me hizo entender que solo un calvo resentido se atrevería a pensar que quedarse sin pelo puede ser una ventaja natural. Y, entonces, yo le respondí que depende.
―¿De qué?― contestó Faiber, que así se llama el sujeto.
―Del tipo de calvo del que estemos hablando.
Tipos de calvos
Como un calvo en formación, he podido elaborar una división entre los que perdieron (o estamos perdiendo) el pelo.
Imagínese un contador Geiger ―de calvicie― con dos extremos: uno, el de los que se reconciliaron con la alopecia, y otro, el de los que la detestan eternamente. El ser calvo consiste en vivir como una aguja que oscila entre ambos lados. Pero puedo aportar ejemplos de aquellos que se mantienen en cada esquina.
Mis maestros que sí saben escribir novelas y tapan su calvicie con una boina de congalero son orgullosamente calvos. Los calvos de las películas de Tarkovsky, también. Y Lenin acariciando a sus gatos. Y Charles F. Kane. Y Hunter S. Thompson. Y Antonio Caballero, que escribió la mejor novela de este mundo, sobre cómo quedarse calvo. Y el Totono Grisales, que se quedó pelado por ser el mejor futbolista en el mundo sin balón(?). Y Jack Nicholson, calvo, seguramente desde que se empezó a fumar 22 porros diarios.
El resto, somos los calvos monstruosos y a los que les hieren las burlas. Los que tenemos manchas hepáticas en la frente y que avergonzados se dejan crecer la patilla, para peinarla hacia el lado contrario y tapar las cráteras griegas que la mala suerte genética y la exposición a la radiación del Sol nos dejaron en el cuero cabelludo.
La calvicie es un círculo vicioso
―¿Entonces, por qué no se rapa y ya?― preguntó Faiber.
Tiene razón, debería hacerlo. Zambullirme dentro del abismo. Tusarme como un ‘lanza’, recibir las medallas y cortar, de una vez por todas, con este círculo vicioso que se llama ponerse una cachucha o un gorro de lana (cosa que curiosamente a uno lo deja más calvo), para tapar lo inevitable. Lo inevitable como el Sol que Alejandro Magno le ocultaba a Diógenes dentro de su barril. Así es la calvicie de inevitable.
‘Pasarme la cero’, en cambio, es precipitarse a los hechos; atravesar ―¿a la final, para qué?― por la iniciación de un clan de frailes, que creen que cultivando el cuerpo y estudiando humanidades van a conectar con una consciencia colectiva y alcanzar la claridad. ¿Pero alguno de ellos será capaz de negarme que el Universo es un lugar demasiado frío y oscuro, como para que sea justo quedarse sin pelo? ¿Qué dicen mis tristes cabellos abandonados en el teclado del portátil?
Parece que tiene una pregunta ese que una vez ocupó el folículo H-1042.
―¿Ser calvo lo ha hecho más mundano?
No. Yo ya lo era, la calvicie solo lo acentúa.
De hecho, desde el año pasado me vengo masajeando el cuero cabelludo con aceite de almendras. No lo hago con la esperanza de que me salga una melena como la de Marco Antonio Solis, sino de retrasar ese momento en que mis últimas hebras se marchitan como los bigotes de un diente de león, que luego se lleva el bostezo tóxico de la ciudad y sus caños.
Este tratamiento tiene un efecto secundario en la química de mi cerebro. El aceite hace fosforescentes los recuerdos prehistóricos de cuando era peludo como un cromañón y me creía inmune al estrés del trabajo. Los ojos también me fallan frente al espejo, en donde me reconozco en esa misma figura que nunca bajó del árbol, y que bien puede salir a la calle sin gorro, sin cachucha. Desnudo si quiere.
Y las granadillas
Las granadillas se comportan como ondas o como partículas cuando se le da la gana. Las pocas que quedan crecen parásitas en las catacumbas de los calvos. Si golpean el piso y se revientan por el medio, dejarán al descubierto el espumoso caviar del sapo granadillero (Batracius bagazus): la única especie de anfibio que se desarrolla dentro de una fruta.
Este raro animal ha sido llevado al borde de la desaparición por los traficantes de especies, que lo venden a lo que parece ser una red mundial de especialistas en todas las áreas humanas del conocimiento (la afrocolonocorporeidad, la necrodemocracia, el nihilismo microbiano…). Vástagos de las normas APA, que ceremoniosamente sacrifican al pobre sapo porque les parece una aberración en el discurso, y les recuerda que lo que piensan y escriben es tan fantástico como la receta homeopática que le devuelve el pelo a los calvos.
―¡Mátenlo, es un monstruo!
Y el puñal brilla dentro de la manga de un hábito. Un hábito de monje, negro como un teatro. Al desamparado batracio solo le brota un rocío en la piel, mientras mira cómo baja violento el filo que luego le raja el estómago.
¿Cómo referenciar?
Pablo Arciniegas. “Las humanidades en realidad no me preocupan” Revista Horizonte Independiente (Las humanidades en…).
Ed. Stefan Kling, 22 jun. 2020. web. FECHA DE ACCESO
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