Estudiante de sociología y filosofía
Evento
“Las humanidades en…”
No hay una soledad más indecible, inenarrable, violentamente abusiva que la soledad de los ancianos, esas personas que son remitidas a un tercer estadio temporal –casi como anulándolos de su humanidad–. A casi tres meses de comunicación corpórea intermitente, producto de una inusitada peste que se cuela hasta en los intersticios de los más abarrotados hogares (es imposible no recordar a Poe y La muerte roja), el mundo entró en una suerte de “suspensión”. O eso nos hace creer los burócratas de la muerte, los interventores del oficio mortuorio. Las convexas carreteras, los centros comerciales, los parques, incluso, los recovecos más inhóspitos, rápidamente participan en las advenedizas necrópolis, ciudades de la tanatopraxia, que respiran los estertores de los muertos que conservan la vida y reverberan la fúnebre agonía.
Basta con sólo examinar los aspavientos de los medios de comunicación para cerciorarnos de que, en efecto, la vida, o más bien, su desgracia sigue, con mucho más ahínco, a través de sus medios más mortíferos. Los ancianos, sometidos a la fatuidad con que se les atiende y se les ignora, son las víctimas por antonomasia de este acontecimiento, objeto de una violencia inexorable que, por su misma naturaleza, pasa desapercibida –o que no queremos percibir–. Aún más: los hechos que se comunican en los diarios, como los decesos por días o el número de infectados que crece despavoridamente, parecieran ser de plástico, susceptibles de ser jalonados en su inmisericorde elasticidad. Los expertos en la oblicuidad estadística de la muerte nos dicen que los cauces que ha tomado la peste no se ha salido de su normal rumbo: “mueren los ancianos, muere esa población que el tiempo ha ajado y marchitado. No se preocupen”.
Pareciera posible intercambiar senilidad por expiración, vejez por caducidad. Pareciera que ser viejo hoy –incluso antes, mucho antes– validara una soberanía sobre la muerte sostenida en un distópico criterio pestífero. Esta agazapada nominación del muerto en vida, su declaración anticipada, es idéntica a un empréstito: se confisca la vitalidad cuando la peste hace presencia en la persona. La vileza y la maldad, que son instrumentos de la injusticia, son superpuestas por la “aceptación de los hechos”, o que es lo mismo, el “ya no se puede hacer nada”, el “esperemos a ver qué pasa”, e innumerables agresiones. El anonimato de las estadísticas, que distancian el sufrimiento de los individuos con la mera técnica numérica, ayuda a perpetuar, si se quiere, un desahucio. En el corazón del asunto, por supuesto, se halla una instrumentalización brusca, que ayuda a refrendar un lugar común de la peste: nuestro consuelo es que no estamos atravesados en el galopante ritmo de la Parca, que es al mismo tiempo, por cierto, nuestra ficticia desaprensión de ella. ¿Cuántos ya han sido declarados moribundos, cuando estos ni siquiera se perciben de esa manera? ¿A cuántos se les ha limitado la vida prematuramente?
La relación entre enfermedad y muerte, entre peste y tragedia ha sido, desde la remotidad del tiempo, una relación complicada. Susan Sontag, en La enfermedad y sus metáforas, ayuda a comprender cómo calan discursos que enajenan a los individuos de su vida. La brumosa precipitación que los ponen entre paréntesis, que los arrojan a la impotencia –casi– embalsamada.
Más allá de la facticidad del lenguaje epidemiológico, y su validez como hecho científico, importa que las humanidades hagan presencia; se entrometan, pesquen en río revuelto. La misma Susan Sontag escribe su libro a sabiendas de que posee un cáncer que le provisiona, con soberana cautela, la muerte en vida, y que en la escritura encontrará un modo de canalizar, así sea ínfimamente, una exclamación y un reclamo. Tal vez podamos ser ese consuelo, ese algo que haga algo, para aquellos que han sido conducidos al lecho de muerte, en una camilla de algún hospital –que seguramente no cuenta con insumos básicos, porque es más barato morir–, a espera de la práctica y vil declaración previamente atribuida. Es ahí, creo, donde lo humano (y, por tanto, las humanidades) reclaman la vida.
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