Alexa tiene dislexia; a veces agrega, suprime o corta las palabras al escribirlas. Otras veces le algunas letras que no están escritas o las cambia. Alexia por eso se siente traste cuando debería estar triste, o siente alegría cuando alergia debería; y cuando estornuda no se estremece, pero si se estresa, entonces en la silla se mece. Alexa es inconstante en algunas cosas según ella predice, o dice antes de convencerse de que conviene no decir mucho, porque cree que nadie la entiende. Así, por ejemplo, cuando Alexa cumplió ocho años descubrió el número siete, no porque no lo hubiera visto antes, sino porque entre el uno y el ocho había dos uno, el tres y el cuatro, el cinco y el seis.
Alexa fue feliz de niña, no obstante, porque aprendió a traducir lo que los demás decían y a decir lo que los demás deducían. Actualmente, siendo adulta, sabe hacer lo que toda persona sabe hacer y dice lo que toda persona sabe decir. Así, lo que no sabe es insípido. Como toda persona del mundo entiende. No le faltan los problemas de comunicación, al contrario, suelen ser muy cumplidos y puntuales. Sus colegas y familiares están acostumbrados a las palabras raras que usa Alexa. “Qué muletillas tan graciosas utilizas”, le dicen, pero ella levanta los brazos preguntándose en qué momento la vieron coja. “Coja la cama de mi abuela”, responde. La miran con incredulidad porque no hay nada más molesto que escoger y no qué es coger, de agarrar.
Alxa es una mujer sabionda, es decir, que sabe de lo hondo pues estudió psicología. Y se dice que aquella es la ciencia de la psique. Que dipsque del alma es el estudio. Durante varios años analizó su propia condición y comprendió que todas las personas tienen momentos disléxicos, pues como bien lo decía su profesor Ferdinando, “qué pobre es el léxico de la gente joven”.
La historia de Alexa que será aquí contada no cuenta con mayor detalle, mas con de talles pequeños pues costurera también ella era y su propia vestimenta se hacía. Su abuela le enseñó a coser, a tejer y a urdir. De coser todo cosía. Destejer todo tejía. De urdir, solo el hilo urdía. Y así fue como conoció al amor de su vida, por una simple confusión entre letras y números. Allí donde debía ver a Gustavo encontrose Augusto. Fue en una cita a ciegas, lo más apropiado en estos casos, y afortunado para Alexa, pues aquella vez no solo a las letras confundió, sino también a las personas.
Alexa y Gustav se quedaron de encontrar en un café. Ambos vestidos a vieja usanza para distinguirse con facilidad. Ella de vestido largo floreado en blancos nardos. Cuello en “ve”. Zapato bajo de cuero rojo con una violeta de plata al pie. Derecho al brazo una cartera salmón y sombrero de ala amplia. Gustav de traje gris inglés sin saco ni corbata, con camisa blanca, zapatos y cinturón negros.
Toda disléxica de estrategia carece. El café estaría en un boulevard de restaurantes, pastelerías, bares y Cafés. Y estuvo. Pero ella ingresó a Otro Café cuando era otrora Kaffé ahora Bar Ortega. No siendo Gustav de quien se enamoró, lo lógico era pensar, que terminaría mal la historia que mal comenzó. Y es que Augusto no era de buenas pulgas, era irascible e irritante. Al poco tiempo el amor se consumió en la bebida. Quién diría que así terminaría San Valentín.
***
Quedamos de vernos en el Bar de Ortega.
Le propuse la noche anterior que nuestra cita a ciegas fuera.
Tal vez por la hora o porque segura no me sentía.
Es peligroso encontrarse con alguien que desconocía.
Al día siguiente compré un vestido y le recogí un poco el dobladillo,
que colgaba demasiado bajo y no combinaba con el tobillo.
Esperé la hora del té. De la tarde cuando salí de casa eran las cuatro.
Caminando llegaría al lugar en treinta minutos. Y así fue. Nada más raro que caminar como un pato.
Para las cuatro y treinta, el boulevard me recibía palpitante de emoción.
Los nervios me asaltaban.
No conjugaba clara una sensación.
Tuve que abrir el diálogo interno como hacía antes de las exposiciones en la universidad o en el colegio.
No era propio de mi camino tan atrevido, de aventuras a ciegas sin pensar y sin dominio.
Cierta ves. Cierta escuchas. Cierta eres. Cierta te sientas.
Serás tú misma pero no tanto, para no espantar al sujeto, que se quede quieto un rato.
Vestido, zapatos y bolso a punto. Peinado y maquillaje leve, a medio punto.
La cita es a las cinco en punto. Cuánto falta. Este botón no desapunto.
El reloj se te ha quedado en la mesita de noche, de día, de todas horas.
Qué hora tienes. ¡Ey! Amigo, dímelo ahora.
¿El de la bicicleta? No te escucha, eres diálogo interno. Poco comunicadora.
Cierto. Cierto es que se llama Gustav, o ¿será mi dislexia? perdona.
¿Será tu dislexia? Tampoco. Todo irá bien. No eres mala conversadora.
Él vendrá en su traje y se reconocerán de inmediato. Nadie parece vestir tal y como lo han propuesto. ¿Será apuesto? No importa. Todo irá bien. Ya lo he dispuesto”
***
Con ese “todo irá bien” oculté la realidad durante casi un año. A veces creo que no era Augusto a quien debía conocer sino a ese que mi confusión usual de nombres me refería. ¿Existirá en alguna parte un Gustav? Ese que debí conocer y que confundí. Lo hecho está hecho. Al principio las cosas marcharon como se esperaba. Comentarios sueltos, risas, historias personales, salidas al cine, salidas a cenar, aventuras al monte Tibidabo, amigos, amigas. Pero nunca familiares. Todos eran extraños. Siempre había una reserva al compartirme sus impresiones sobre él. Qué raro comenzó a parecer Augusto. Como si las dos semanas por chat no hubieran existido. Nunca le pregunté por qué no me escribía más por medio de la aplicación. Yo tampoco le escribí. Para qué. Al fin y al cabo, ya habíamos intercambiado números y hablábamos por teléfono.
Y justo el catorce de febrero descubrió su verdadero ser. Lo que yo tomé por apasionado era simple ira contenida. Lo que tomé por misterioso, era simplemente evasión. Lo que tomé por espontaneidad era simple desorden e improvisación. Qué fácil es confundirse. Ahora lo recuerdo. Fuimos al mismo bar en el que nos conocimos. Desde aquella vez, no regresamos. Esa noche clara de febrero había música en vivo. Nos sentamos en la barra. Pedimos dos cócteles de temporada. La vocalista de la banda saludó al público después de la primera canción, o por lo menos eso creímos. Lo cierto es que tenía un acto preparado con un discurso que no correspondía mucho con la celebración de ese día. Buscamos una mesa en el fondo para hablar con calma sin dejar de disfrutar la música.
Dos cócteles después discutimos. Era la misma pregunta. Qué somos. No lo sabía. Me sentía en el lugar equivocado. Me levanté y fui al baño. Al regresar él se había bebido mi cóctel. Sin pena ni gloria, tomé su cóctel y de repente, como si estuviera frente a un anuncio publicitario con el volumen descompuesto y a todo dar, se desahogó. Yo no entendía qué estaba pasando. Me debió ver claramente confundida porque dejó de hablar y me miró expectante. Solo tenía silencio que ofrecer. Y entonces lo dijo y se armó el quilombo. “Sos una disléxica de mierda”. Hasta la banda se dislexicó. Ahora me río. Por un lado, el Bate y el Bajo seguían como si nada; por el otro, la vocalista se rompía a piñas con la guitar-hero, y la mitad se batía en duelo con Augusto y la Seguridad. Yo simplemente escapé. Me salté unos cuantos puntos. Y sí, soy una disléxica de mierda, y a vos ¿qué te importa? pelotudo!
¿Cómo referenciar?
Medici, Alecto. “Inteligencia Artificiosa” Revista Horizonte Independiente (Columna Literaria). Ed. Brayan D. Solarte, 15 jun. 2025. Web. FECHA DE ACCESO.
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