Profesional en Lenguas y Cultura, orientado hacia el estudio y la promoción de las lenguas americanas. Actualmente impulsa la lectoescritura entre los pueblos yukuna y tanimukahablantes como investigador del multilingüismo en el Mirití-Paraná, y es miembro del equipo Expediciones IGAC, para la recolección oficial de la toponimia nativa de Colombia.
Vol. V Colección C:1 – C4
¡Es 21 de febrero! De a pocos, la sociedad civil en Colombia se entera de que este es un día que guarda un símbolo. Es el Día Nacional de Lenguas Nativas, interpretación nacional del Día Internacional de la Lengua Materna, declarado por la Unesco en 1999. Así cerramos el siglo pasado –y milenio–, con un día en que se nos exhorta a considerar la diversidad de lenguas habladas por los pueblos del mundo e inauguramos este nuevo milenio con la pregunta ya sembrada.
Quienes vislumbramos lo que simboliza este día no nos ponemos de acuerdo, empero, pretendemos con este día celebrar, conmemorar o energizar una lucha. ¿Son las lenguas de los pueblos del mundo un motivo de celebración, de conmemoración o de lucha? ¿son las lenguas de los pueblos del mundo siquiera un motivo? En el interior de la Red Juvenil de Disertación sobre la Diversidad Lingüística, de la cual hago parte, discutimos al respecto.
Los incautos se descrestarían y celebrarían la ostentosa cifra de que en Colombia se hablan alrededor de 70 lenguas llamadas ‘nativas’, entre las que se encuentran dos lenguas criollas (la lengua ri Palenge de San Basilio y el creole de San Andrés islas), la lengua romaní del pueblo Rrom, y cerca de una setentena de lenguas llamadas indígenas, convirtiendo a Colombia en uno de los países lingüísticamente más diversos de América.
¡Yupi! Entonces, ¿celebramos?
Pues bien, al intentar apartarnos un momento de la manía de nuestra era por alabar lo diverso hasta, a veces, caer en la tautología de que lo diverso es intrínsecamente valioso, podemos preguntarnos qué sentido realmente tiene competir en ‘tasas de diversidad’ contra las realidades lingüísticas de otros países. ¿Qué intereses trae esto detrás? ¿ser estadísticamente megadiversos les interesa a los grupos que constituyen y viven parte de esa diversidad o a quienes intentan vender una imagen del país que gobiernan a una comunidad internacional?
Así, en este artículo, creemos que el 21 de febrero no es un día para (ingenuamente) celebrar nuestra megadiversidad, como si esta no fuese, de hecho, condición histórica de marginalización.
Por su parte, habrá quienes confían en la existencia de alguna suerte de ‘colombianidad’ que a través de algún discurso buscan legitimar, y entonces, a manera de algún intelectual decimonónico y sigloveintesco, querrán decir que la ‘nación colombiana’ se edifica a partir de raíces europeas, africanas e indígenas americanas; que toda manifestación de la africanidad o indigeneidad en el territorio colombiano es ‘patrimonio’ de todos los colombianos (de ahí que se escuche tanto hablar de ‘nuestros indígenas’) y que, como estas herencias culturales –entre ellas las lenguas– no cuentan con soberanía existencial propia por ser posesión de otros (como las reliquias de nuestras casas: frívolas, pasivas, estáticas, muertas y expositivas), su detrimento es irrelevante, ¡más conmemorable!
Dirán estos nostálgicos por un pasado nunca habido que, así como el folclor en que se han convertido, las lenguas y comunidades de habla son valiosas para entender “de dónde venimos”, pero no hacen más parte de nuestro mundo que, según estos, tiende a la homogeneización cultural, a la industrialización y a la secularización. Las lenguas, dirán, serían de conmemorar, porque nutren nuestro ‘acervo nacional’. Algunos osarán decir inclusive que nutren nuestra ‘identidad’.
¡Qué ironía que quienes afirman todo esto son, sobre todo, quienes a duras penas saben del multilingüismo que experimenta Colombia y que, en definitiva, no hablan ninguna de estas lenguas!
Pues bueno, en este artículo creemos que el 21 de febrero no es un día para conmemorar las lenguas nativas como elementos de construcción de nación, con vida útil, y sus hablantes como vidas atávicas de las que proviene la perfección de una presunta ‘nación colombiana’.
Hay algo, con todo, que los ingenuos pro-diversidad y los patrioteros a lo mejor pueden reconocer: en Colombia, como territorio, existen varias realidades lingüísticas y culturales, así como hubo muchas otras que han sido disgregadas y extirpadas en los últimos siglos. Contribuyamos en un aspecto más: el grueso de esta extinción no es ‘selección natural’ ni el devenir pasivo de la historia, es etnocidio, y no es un proceso acabado. El desplazamiento lingüístico ocurre en este momento en cada rincón del país.
Las lenguas, podemos decir, surgen y desaparecen como parte de los procesos históricos. ¿Cuál es la problemática? ¿no son los mismos hablantes los que deciden y propician la sustitución de sus propias lenguas?
Antes de respondernos tal pregunta, echemos un vistazo a algo: hemos conceptualizado también la pobreza, la colonialidad, el antropocentrismo, la heteronormatividad y el patriarcado. Podemos preguntarnos: ¿cuál es la problemática? ¿no son los oprimidos de estas estructuras agentes parciales, reproductores o, cuando menos, heroicamente capaces de asumir y vivir en su misma condición?
Ahora, ¿qué pasa, en cambio, cuando consideramos que estas disparidades entre seres humanos y de seres humanos hacia otros son violencias e inadmisibles? Quizá, en Colombia, al hombre blanco, económicamente privilegiado, católico, heterosexual, cisgénero, masculino a lo tradicional e hispanohablante monolingüe le dé un poco igual. Él no vive estas violencias, para él son admisibles (a veces, merecidas). Para él, las reformas religiosas, la movilización social y las reivindicaciones culturales son fácilmente convulsiones infantiles, caos y salvajismo.
¿Y tú, tú qué crees?
Si estamos de acuerdo con que las problemáticas anteriores son, y no el mundo en que estamos condenados a vivir aeternus et umquam, habremos de estar de acuerdo con que el monolingüismo o purismo lingüístico como proyecto político o como repercusión de fenómenos políticos son una problemática igual de real y central en los procesos sociales.
Si estamos de acuerdo con que el desplazamiento forzado y masivo de comunidades emberá hacia las grandes urbes es un problema de integridad colectiva y dignidad, estamos de acuerdo con que el desarraigo y la desventaja social, producto del acorralamiento lingüístico que conlleva arribar abruptamente a un nuevo contexto, son, asimismo, problemáticos.
Si estamos de acuerdo con que la discriminación y subestimación histórica de los usos de los pobladores de San Basilio de Palenque como manifestaciones de ‘baja cultura’ son un problema, estamos de acuerdo con que la falta de comprensión del trayecto histórico y autónomo de herencias como la construcción de la lengua ri Palenge es, asimismo, problemática.
Si estamos de acuerdo con que la incursión epistemicida de misiones católicas a lo largo y ancho del territorio y de la historia para educar y finalmente civilizar ‘a los salvajes’ a fuer de miedo ha sido un problema, estamos de acuerdo con que el intimidante acallamiento de las lenguas parentales de los niños arrebatados de sus familias e internados ha sido, asimismo, problemática.
De igual manera, si concordamos en que el ingreso de la economía de mercado sin mecanismos institucionales para prevenir la pauperación en los territorios, que diluye la solidaridad de grupos reunidos en economías tradicionales y los arroja en viciosa marginalidad (como lo son el alcoholismo, el trabajo sexual o la farmacodependencia, de los que soy testigo hoy, ya en Bogotá, mi ciudad, ya en la Amazonía, donde ejerzo), es un problema, concordamos en que la sustitución de un vector de solidaridad grupal como lo es la lengua es, de un mismo modo, problemática.
En definitiva, el desplazamiento forzado, el racismo, la extirpación epistémica y la pauperación económica son ejemplos de fenómenos que intersecan a los individuos también a un nivel lingüístico, y eso que no he hecho mención del debate en torno a deserción escolar o las resistencias psicológicas tras una educación forzosamente impartida en lenguas no parentales, no adquiridas, o en presión de ser adquiridas.
Así, ¿es capaz un tema de lenguaje ser alguna problemática social real?
Cuando menos, podemos reconocer que existen fenómenos lingüísticos que reflejan o son síntoma de problemáticas sociales en las que urgiría denunciar, en principio, otra suerte de procesos y violencias. ¡Fenómenos lingüísticos para entender problemáticas complejas y allende!
Si estamos de acuerdo con que Sixto Muñoz, el hombre tinigua que ha visto la muerte gradual de los miembros de su comunidad y ha vivido inmerso en la ruralidad golpeada por la violencia política, es una víctima, estaremos de acuerdo con que el adormecimiento de la lengua tinigua –de la que él es el último hablante– es un hecho alarmante por sus implicaciones.
Si estamos de acuerdo con que la cauchería en la región amazónica ha sido de los desastres humanitarios más vergonzosos de la historia del territorio colombiano –un genuino genocidio–, la existencia minorizada de lenguas y comunidades de habla como el caso de la lengua y cultura andoque, en el Medio Caquetá, es, ciertamente, un hecho alarmante por sus implicaciones.
Finalmente, invocando el incómodo recuerdo de la sociedad esclavista: si estamos de acuerdo con que, para que una lengua criolla surja, debe haber un encuentro desigual entre dos culturas lingüísticamente distantes, en que el único interés del encuentro es una actividad económica, en la que la población dominada es demográficamente superior a la población dominante, en la que la población dominada es traída a formar una comunidad donde coexisten múltiples lenguas para evitar la intercomprensión y la organización, en la que la segregación prolongada en el tiempo evita la adquisición completa por parte de los dominados de la lengua de los dominantes, y en la que aquello que los dominados usaron tanto para comunicarse entre sí y con sus amos terminó convirtiéndose en el sistema de comunicación que le transmitirían a sus hijos, entonces la existencia de lenguas como el creole del Archipiélago de San Andrés, Providencia y Santa Catalina, así como la lengua ri Palenge de San Basilio, es una invitación a reevaluar la historia de los territorios, profundamente doliente, profundamente violenta.
En cualquiera de los casos, las violencias sobre la base de la lengua o con repercusiones lingüísticas son problemas, y la lengua es un derecho. Cosa buena: parece que la conciencia plurilingüe está despertando en Colombia y en el mundo.
En Colombia, como conquistas políticas, contamos con el Artículo 10 de la Constitución Política, con la Ley 1381 del 2010 (llamada “Ley de Lenguas Nativas”), de la que se desprende un Comité Asesor de Lenguas Nativas, el Plan Decenal de Lenguas Nativas de Colombia (2022-2032) (interpretación nacional del Decenio Internacional de Lenguas Indígenas), y con la atención prestada a la investigación y promoción de la diversidad lingüística por parte de entidades como el Instituto Caro y Cuervo, la Dirección de Poblaciones del Ministerio de Cultura, el ICANH, actualmente el Instituto Geográfico Agustín Codazzi con su apuesta por la toponimia nativa de Colombia, las Becas de Estímulos anuales ofrecidas por varias de las anteriores instituciones, entre otros.
Asimismo, hay universidades que han realizado loables avances en esta materia. Consideremos programas y cursos como el de la Universidad Autónoma Indígena Intercultural (Licenciatura en Pedagogía para la Revitalización de Lenguas Originarias), de la Universidad del Cauca (Maestría en Revitalización y Enseñanza de Lenguas Indígenas), de la Universidad Nacional (el compromiso de su Departamento de Lingüística) y de la Universidad de Antioquia (con Pedagogías de la Madre Tierra y las Cátedras UdeA Diversa). La Universidad de Riohacha propició el año pasado el Primer Encuentro Internacional de Pueblos, Lenguas y Culturas Arawak, y en la Universidad de los Andes los estudiantes y profesores han logrado despertar una vez más la preocupación por el diálogo inter-epistémico y plurilingüe que, con mucha paciencia, reconoce el deber de esta universidad iniciado con el memorable Centro Colombiano de Estudios de Lenguas Aborígenes (CCELA), motivo de mil nostalgias. Asimismo, la construcción de la Misak Universidad en el Municipio de Silvia, Cauca, ha sembrado la pregunta por el rol de la lengua propia en el ámbito académico, en lo que lenguas como el quechua, el guaraní o el náhuatl han ganado terreno en otros países con los que compartimos historia lingüística.
Los antecedentes de todo esto son una luenga historia, la misma historia del territorio que hoy llamamos Colombia, llena de oscilaciones y perspectivas, en las que destaco las existencias recientes del Centro de Investigaciones Lingüísticas de la Amazonía Colombiana (CILEAC) en los años 1930, de la Sociedad Colombiana de Lenguas Aborígenes en la década de 1940 y la labor del Instituto Etnológico Nacional y el impacto de Paul Rivet en la lingüística americana. Empero, podremos esperar que estas instituciones no contaban con la misma orientación crítica, activista, incluyente y emancipadora que exigiremos, menos mal, hoy en día. El Instituto Lingüístico de Verano, contratado por el Estado en 1962, generó impacto en el desarrollo de la investigación lingüística del país y en la escrituración de lenguas, a lo mejor por las razones equivocadas, pero introduciendo en varias comunidades de habla la figura del lingüista y de las lenguas como sujetos de indagación.
Con todo, el alcance de esta conversación sobre lo que implica el pluralismo lingüístico en Colombia no ha sido del todo explorado. La planificación lingüística en Colombia es incipiente, las herramientas y los servicios de traducción e interpretación entre lenguas escasos, no se ha empezado a reflexionar sobre el rol del paisaje lingüístico en el reconocimiento de las lenguas, sobre la posibilidad de reformas toponímicas, sobre la reivindicación antroponímica bajo una lógica decolonial, sobre la creación de entidades públicas, direcciones ministeriales y observatorios consagrados exclusivamente a la promoción de la diversidad lingüística y de los derechos lingüísticos, sobre la configuración de ciudades plurilingües a través de señalización pública multilingüe, sobre las tasas de natalidad en contextos demográficos donde hay diversidad lingüística y la proyección de hablantes de lenguas nativas en las próximas décadas, sobre la creación de más programas universitarios y cursos escolares centrados en las lenguas y culturas de los departamentos a los que pertenecen, o sobre la política lingüística en las nacientes entidades territoriales con gobiernos indígenas.
Es verdad que, para que algunos de estos tópicos se desarrollen efectivamente, serán necesarios mejores consensos en disputas actuales como la de la escrituración de las lenguas nativas, de su institucionalización y aprendizaje por parte de personas por fuera de las comunidades de habla. El caso de cada lengua es distinto, dependiendo de la ideología lingüística de su respectivo pueblo.
¡Esta conversación no da espera! He atestado cómo en la Amazonía hay pueblos que viven en el regocijo de pensar que la transmisión intergeneracional de su lengua es estable, suficiente en el ámbito doméstico/tradicional y fuera de riesgos. ¡Cuidado, que en estas ilusiones es que las lenguas se adormecen!
Lo cierto es que pueblos como el wayúu, el misak, el nasa, el emberá, el kamentsa o el iku cuentan con comunidades de habla amplias, concientizadas y empoderadas a través del tiempo, con representantes que han expandido las fronteras de la producción intelectual de sus pueblos y en sus lenguas a través de la investigación, las artes y la literatura, contribuyendo a la consolidación de ortografías, tradiciones escritas y entrelazamientos con formas de pensar y plasmar el pensamiento típicamente consideradas occidentales, para avanzar en su lucha de construirse un lugar en el mundo de hoy de la forma quizá más revolucionaria posible: usando los instrumentos de la hegemonía cultural que por tanto tiempo los quiso asimilar.
Quizá muchos otros pueblos hablantes de lenguas diferentes al castellano o en proceso de (volver a) serlo (considérense los muyscas, los pastos, los umbras, los kumbas, los kankuamos, los pijaos, los yanaconas, etc.) consideren volcar su agenda política y sus ideas de autoprotección colectiva hacia un pluralismo lingüístico que peque más por la expansión del uso de sus lenguas a dominios prototípicamente “blancos”, tecnológicos, institucionales y en general novedosos y creativos, que por un conservadurismo heroico que las asfixie en el tiempo.
El desplazamiento a las urbes es un hecho cada día más real, la democratización de la educación formal un proyecto deseable, emancipador y en curso, la construcción de una academia y un Estado encuerpados por individuos plurales en filiación cultural es un ideal extendido, la conquista de las juventudes por parte de las tecnologías y de la existencia móvil característica de la posmodernidad es asimismo un fenómeno irreversible: este es un llamado a que las comunidades de habla continúen la discusión por el destino que quieren que sus lenguas tengan. ¿Es posible vivir la lengua a la manera tradicional, mientras esta se adapta a los cambios y a las necesidades de estos tiempos y de los venideros?
Tú, hablante de castellano y de otras lenguas hegemónicas, como yo, ¿qué podríamos hacer frente a la problemática lingüística de Colombia? A cada quien le corresponde un poquito.
Para los académicos, investigadores y lingüistas, la invitación está en considerar que las lenguas no se revitalizan a fuerza de documentación audiovisual. Si bien esta es un paso relevante, arriesga reproducir formas museológicas, patrimonialistas de ver las lenguas nativas. Más reflexión, empezada en otras partes del mundo, sobre revitalización lingüística eficiente, política y planificación lingüísticas, relaciones entre lenguas y migración, lenguas y desplazamiento forzado, lenguas y salud mental, lenguas y reparación histórica, lenguas e interseccionalidad, lenguas y civismo, lenguas y territorio, lenguas y sostenibilidad, lenguas y paz, está por tenerse. ¡Relacionar, teóricamente, la situación lingüística de Colombia y América con la colonialidad no basta!
Para los servidores públicos, políticos y activistas, la invitación está en decantar la necesidad de un enfoque plurilingüe a la par de los enfoques territorial, de género, e intercultural para el ejercicio de las entidades públicas y como exigencia en las agendas políticas. A mi manera de entenderlo, podremos ser un país multilingüe, mas no somos aún un país plurilingüe, pues el multilingüismo es la circunstancia a la que nos ha traído –con algo de suerte– la historia, pero el pluralismo lingüístico es una conciencia y un principio social y político de que el multilingüismo en promoción está alineado con nuestros deseos de devenir en una sociedad cuidadosa con lo diferente.
Será interesante para los internacionalistas e irenólogos o estudiosos de la paz saber que la lingüística de la paz es un término ya acuñado, primero por Francisco Gomes de Matos, en espera de desarrollarse, y que podemos seriamente unirnos a una cierta propuesta de un decimoctavo Objetivo de Desarrollo Sostenible: “Acceso a y producción de conocimiento socialmente relevante en todas las lenguas”, como nos la expuso Gilvan Müller de Oliveira en una conferencia de la Cátedra UNESCO que tuvo lugar en nuestra tierra.
Para la sociedad civil, quienes no se reconocen en ninguno de los anteriores grupos, todo comienza por la preocupación por informarse sobre la realidad lingüística de Colombia (primer paso, no llamar a las lenguas nativas “dialectos”), sobre la verdadera diversidad cultural y de habla que encierra el territorio nacional, sobre la íntima relación de un ser humano con su lengua y de la disputa entre lenguas en la Colombia contemporánea. Saber que las minorías sociales cuentan con los mismos derechos que las mayorías, y dejarse sensibilizar por problemas aparentemente ajenos (por el privilegio de haberse criado en una lengua hegemónica).
Por demás, no es del todo cierto que la problemática lingüística le es ajena a la población mestiza/blanca de Colombia. ¡Qué gran oportunidad para que el 21 de febrero, Día Nacional de Lenguas Nativas, nos permita abrirnos a la real profundidad de la problemática lingüística de nuestra sociedad entera! Porque la glotofobia o discriminación contra formas dialectales o no normativas del castellano o el clasismo manifestado en la segregación basada en nombres de personas y apellidos son una patología que permea a cada singular habitante de Colombia.
Lo importante será no permitir que estos temas se queden en el seno de la lingüística, de las comunidades de habla o de las ciencias sociales. Las lenguas son transversales a la vida humana, viven dentro de ecologías enteras, estos tópicos nos competen a todos.
Nos competen, máxime a la hora de ser un país inmerso cabalmente en la pregunta por cómo hacer las paces entre nosotros, paces, porque dialógicamente las estamos descubriendo, sabiéndonos como seres pensantes, de forma diferente, y también hablantes, de formas muy diferentes. La situación lingüística de Colombia es una problemática social actual. El pluralismo lingüístico se plantea como una ruta necesaria que se coordina con las demás causas por una sociedad finalmente plural. La paz en Colombia será plurilingüe.
Eso sí: alcanzar un pluralismo lingüístico no congelará tampoco la situación de las lenguas. No tenemos ninguna garantía del futuro de las diferentes lenguas nativas de Colombia aparte de que será cambiante, eso está en muchas manos, ¡también en las nuestras! Una vez que has sabido todo esto, todo posicionamiento de aquí en adelante frente a esta situación será una decisión política.
¿Cuál es la tuya?
¿Qué significa, entonces, este día?
Feliz 21 de febrero.
¿Cómo referenciar?
González Ticora, Simón. “21 de febrero: la paz en Colombia será plurilingüe” Revista Horizonte Independiente (Columna Cultural). Ed. Brayan D. Solarte, 21 feb. 2024. Web. FECHA DEACCESO.
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